miércoles, 28 de marzo de 2012

Lingüística


La lingüística y su objeto de estudio

La primera tarea de toda ciencia es delimitar su objeto, es decir, definir su alcance y sus límites.  La lingüística, también llamada ciencia del lenguaje, glotología o glosología, es la ciencia que estudia desde todos los puntos de vista posibles el lenguaje humano articulado, en general y en las formas especificas en que se realiza,  dicho de otra manera, en los actos lingüísticos y en los sistemas de isoglosas que, tradicionalmente o por convención se llaman lenguas.

Conceptos básicos de la lingüística


Lenguaje
    Se puede llamar lenguaje, a cualquier sistema de signos que sirva para la intercomunicación, es decir, para comunicar ideas o estados psíquicos, entre dos o más individuos. También se llama “lenguaje” a cualquier tipo de comunicación que se de entre seres capaces de expresión, sean ellos hombres o animales. Se han comprobado hechos de expresión entre los animales. Así, por ejemplo, se han realizado estudios sobre el lenguaje de las abejas, y sobre todo, los psicólogos han estudiado otras expresiones significativas en otros animales como caballos, perros, etc. Sin embargo, los lingüistas no aceptan el lenguaje animal como objeto de estudio de la lingüística, por no reconocerse las características esenciales del lenguaje humano.


Acto lingüístico
    Desde los gramáticos griegos hasta el siglo XIX, se habló siempre y exclusivamente de lenguas, consideradas como sistemas rígidos y como “hechos” realmente existentes, a pesar de que las lenguas sólo pueden establecerse objetivamente sobre la base, y a partir de los actos, concretos de hablar.
    W. von Humboldt, distinguió por primera vez los dos aspectos fundamentales del lenguaje: el lenguaje como enérgeia, es decir, como continua creación de actos lingüísticos individuales, como algo dinámico que no está hecho de una vez por todas sino que se hace continuamente; y el lenguaje como ergon “(producto” o “cosa hecha”), como sistema históricamente realizado (lengua).
    Ferdinand de Saussure, en sus cursos de lingüística general, destacó los dos aspectos esenciales del lenguaje propuestos por Humboldt, a los que llamó parole (habla, acto lingüístico) y langue (lengua). En cuanto a lo primero, podemos decir que es la actividad de hablar y pertenece a un individuo. En cuanto a lo segundo, es la norma del sistema lingüístico que se realiza en el hablar y que pertenece a una sociedad. Saussure nos dice que el objeto de la lingüística es en primer lugar el sistema, o sea, la langue; pero, por otro lado, el lingüista no puede desconocer la parole, ya que “nada existe en la lengua que no haya existido en el habla”


Lengua
    Es el conjunto de los  actos lingüísticos prácticamente idénticos de una comunidad de individuos, un sistema de isoglosas convencionalmente establecido, que abarca lo común de las expresiones de una comunidad, o también de un solo individuo en distintas épocas. Además de existir como conjuntos de actos lingüísticos comunes concretamente expresados, la lengua existe también como conjunto de actos lingüísticos comunes virtuales: en la conciencia de cada uno de nosotros existe la lengua como sistema, como modelo, y el mismo modelo existe también, aunque no en forma totalmente idéntica, en las personas que pertenecen a nuestra comunidad. Así pues, los actos lingüísticos registrados en una comunidad son sólo más o menos comunes, pero, para considerarlos desde el punto de vista científico, hacemos abstracción de los aspectos que los diferencian. Se trata de una abstracción perfectamente lícita y que se emplea en todas las ciencias que estudian fenómenos concretos: es, en esencia,  análoga a la abstracción que hace, por ejemplo, el botánico al estudiar el árbol, dejando a un lado todas las particularidades que pertenecen a los arboles individuales y no al árbol como clase. 

martes, 27 de marzo de 2012

Acuñación del concepto "lenguaje" a lo largo de la historia del pensamiento occidental


Acuñación del concepto "lenguaje" a lo largo de la historia del pensamiento occidental
Hans-Georg Gadamer

1. Lenguaje y logos
La íntima unidad de palabra y cosa era al principio algo tan natural que el nombre verdadero se sentía como parte de su portador, e incluso cuando sustituía a éste era sentido como él mismo. Es significativo que en griego la expresión que significa “palabra”, ónoma, signifique al mismo tiempo nombre. Y el nombre lo que es en virtud de que alguien se llame así y atienda por él. Pertenece a su portador. La adecuación de un nombre se confirma en que su portador atienda por él. Parece en consecuencia que pertenece al ser mismo.
    Ahora bien, la filosofía griega se inicia precisamente con el conocimiento de que la palabra es sólo nombre, esto es, que no representa al verdadero ser. Esta es la irrupción del preguntar filosófico dentro del dominio antes indiscutido del nombre. Fe en la palabra y dudas respecto a la palabra son lo que caracteriza la situación del problema bajo la cual consideraba el pensamiento de la ilustración griega la relación entre palabra y cosa. A través de ella el modelo del nombre se convierte en un antimodelo. El nombre que se otorga y que puede cambiarse es lo que motiva que se dude de la verdad de la palabra. ¿Puede hablarse de la corrección de los nombres? ¿No habría que hablar más bien de la corrección de las palabras, esto es, exigir la unidad de palabra y cosa? ¿Y no fue uno de los pensadores más profundos de la antigüedad, Heráclito, quien descubrió el profundo sentido del juego de palabras? Este es el trasfondo del que surge el Cratilo de Platón, el escrito básico del pensamiento griego sobre el lenguaje, que contiene el problema en toda su extensión; la discusión griega posterior, que sólo nos es conocida de manera muy incompleta, apenas aporta nada esencialmente nuevo[1].
    En el Cratilo de Platón se discuten dos teorías que intentan determinar por caminos diversos la relación de palabras y cosas: la teoría convencionalista ve la única fuente de los significados de las palabras en la univocidad del uso lingüístico que se alcanza por convención y ejercicio. La teoría contraria defiende una coincidencia natural entre palabra y cosa, la que designa el concepto de la corrección. Es evidente que se trata de dos posiciones extremas, y que por lo tanto objetivamente no necesitan excluirse. En cualquier caso el individuo que habla no conoce la cuestión de la «corrección» de la palabra que presupone esta posición.
    El modo de ser del lenguaje que nosotros llamamos «uso lingüístico general» limita ambas teorías: el límite del convencionalismo es que no se puede alterar arbitrariamente lo que significan las palabras si ha de haber lenguaje. El problema de las «jergas» muestra las condiciones bajo las que se encuentran estos cambios de nombres. El propio Hermógenes da un ejemplo en el Cratilo: el cambio de nombre de un criado[2]. Sólo la heteronomía interna del mundo vital del criado, la fusión de su persona con su función, hace posible lo que en otro caso representaría un fracaso respecto a la pretensión de la persona de mantener su propio ser para sí, su honor. También los niños y los amantes tienen «su» lengua, a través de la cual se entienden en un mundo que sólo es propio de ellos: pero aun esto no se hace por imposición arbitraria sino por cristalización de un hábito lingüístico. El presupuesto del «lenguaje» es siempre el carácter común de un mundo, aunque sólo sea de juguete.
    Pero también el límite de la teoría de la semejanza es claro: no se puede criticar al lenguaje por referencia a las cosas, en el sentido de que las palabras no reprodujeran éstas correctamente. El lenguaje no está ahí como un simple instrumento del que echamos mano, o que nos construimos, con el fin de comunicar y hacer distinciones con él[3]. Ambas interpretaciones de las palabras parten de su existencia y de su disponibilidad, y dejan estar las cosas como lo que es conocido de antemano. Por eso una y otra toman su comienzo demasiado tarde. Habría que preguntarse si Platón, al mostrar la insostenibilidad interna de estas dos posiciones extremas, intenta en realidad poner en cuestión un presupuesto que les sea común. En mi opinión la intención de Platón es muy clara, y creo que nunca podrá acentuarse lo suficiente clara a la interminable usurpación del Cratilo en favor de los problemas sistemáticos de la filosofía del lenguaje: con esta discusión entre las teorías lingüísticas contemporáneas, Platón pretende mostrar que en el marco del lenguaje no puede alcanzarse, en la pretensión de la corrección lingüística (̉ο̉ρθ́ότη τω̃ ο̉νομὰ) ninguna verdad objetiva (̉α̉λὴθεια τω̃ν ο̉́ντων), y que lo que es hay que conocerlo al margen de las palabras, puramente desde ello mismo[4]. Con esto se desplaza radicalmente el problema a un nuevo nivel. La dialéctica hacia la que apunta este contexto pretende evidentemente confiar el pensamiento tan por entero a sí mismo y a sus verdaderos objetos, abrirlo a las «ideas» de manera tal, que con ello se supere la fuerza de las palabras y su tecnificación demónica en el arte de la argumentación sofística. La superación del ámbito de las palabras por la dialéctica no querrá decir por supuesto que exista realmente un conocimiento libre de palabras, sino únicamente que lo que abre el acceso a la verdad no es la palabra sino a la inversa: que la «adecuación» de la palabra sólo podría juzgarse desde el conocimiento de las cosas.
    Esto puede reconocerse, y sin embargo uno echa algo en taita: es claro que Platón retrocede ante la verdadera relación de palabra y cosa. En este punto considera que la pregunta de cómo puede conocerse lo que es, es en realidad demasiado vasta, y allí donde habla de ella, donde por lo tanto describe la verdadera esencia de la dialéctica, como ocurre en el excurso de la séptima carta[5], la lingüisticidad sólo aparece como un momento notablemente poco unívoco; forma parte de los textos que intentan imponérsele a uno y que el verdadero dialéctico debe dejar tras sí, igual que la apariencia sensible de las cosas. El puro pensar las ideas, la diánoia, es, en su calidad de diálogo del alma consigo misma, mudo. El logos[6] es el caudal que partiendo de este pensar fluye resonando desde la boca: es claro que la sensorialización fónica no puede pretender para sí ningún significado de verdad propio. Indudablemente Platón no reflexiona sobre el hecho de que la realización del pensamiento, concebida como diálogo del alma, implica a su vez una vinculación al lenguaje; y si en la séptima carta se expresa aún algo de esto, esta referencia se da sin embargo en el contexto de la dialéctica del conocimiento, esto es, de la orientación de todo el movimiento del conocer hacia lo uno. Aunque aquí se reconozca fundamentalmente la vinculación lingüística, ésta no aparece sin embargo en su verdadero significado: sólo es uno de los momentos del conocimiento, y todos ellos se manifiestan en su provisionalidad dialéctica en cuanto se mira a la cosa misma hacia lo que se orienta el conocimiento. Hay que concluir pues que el descubrimiento de las ideas por Platón oculta la esencia del lenguaje aún más de lo que lo hicieron los- teóricos sofísticos, que desarrollaron su propio arte en el uso y abuso del lenguaje.
    En cualquier caso, allí donde Platón supera el nivel de discusión del Cratilo y apunta a su propia dialéctica, tampoco encontramos otra relación con el lenguaje que la que ya se discutió a este nivel: herramienta, y copia y producción y enjuiciamiento de la misma desde el modelo original, desde las cosas mismas. Por lo tanto, aun cuando no reconoce al ámbito de las palabras una función cognitiva autónoma, y precisamente cuando exige la superación de este ámbito, retiene el horizonte en el que se plantea la cuestión de la «corrección» de los nombres. Incluso cuando no quiere saber nada de una corrección natural de éstos (como en el contexto de la séptima carta), sigue manteniendo como baremo una relación de semejanza: copia y modelo siguen siendo para él el modelo metafísico por el que se piensa toda relación con lo noético. El verdadero ser de las ideas es copiado, en su medio, tan correctamente por el arte del artesano como por el del demiurgo divino, el del orador o el del filósofo dialéctico. Siempre existe una cierta distancia aunque el verdadero dialéctico logra para sí mismo superar esta distancia. El elemento del verdadero discurso sigue siendo la palabra, la misma palabra en la que la verdad se oculta hasta lo irreconocible y aun hasta su completa anulación.
    Si desde este trasfondo nos acercamos ahora a la disputa «sobre la corrección de los nombres» tal como se desarrolla en el Cratilo, las teorías que salen a debate en él ganarán de pronto un interés que va mucho más allá de Platón y de su propia intención. Pues las dos teorías que el Sócrates platónico reduce al fracaso no aparecen ponderadas en todo el peso de su verdad. La teoría «convencionalista» reconduce la «corrección» de las palabras a un acto de imposición de nombres que es como bautizar a las cosas con un nombre. Para esta teoría el nombre no entraña la menor pretensión de conocimiento objetivo; pero Sócrates arrolla al defensor de esta sobria perspectiva en la medida en que, partiendo de la diferencia entre logos verdadero y logos falso, le hace admitir que también los componentes del logos, las palabras son verdaderas o falsas, y que .por lo tanto también el nombrar, como una parte del hablar, se refiere al desvelamiento del ser que se produce en el hablar[7]. Esta es una afirmación tan incompatible con la tesis convencionalista que ya no es difícil deducir desde aquí a la inversa una «naturaleza» que sirviese de baremo tanto para los nombres verdaderos como para su correcta imposición. El propio Sócrates reconocerá que esta comprensión de la «corrección» de los nombres conduce a un verdadero delirio etimológico y a las consecuencias más absurdas.
    No es menos peculiar el tratamiento de que se hace objeto a la tesis contraria, la de que las palabras son por naturaleza. Podría esperarse que esta contrateoría fuera refutada a su vez por el descubrimiento de que la conclusión sobre la verdad de las palabras a partir de la del discurso, de la que derivaba esta posición (en el «Sofista» aparece una corrección de este defecto), es defectuosa; pero tampoco esta expectativa se cumple. Al contrario, todo el desarrollo se mantiene en el marco de los presupuestos de principio de la teoría «natural», sobre todo el principio de la similitud, y sólo resuelve éste' a través de una restricción progresiva: si la «corrección» de los nombres debe reposar sobre la invención correcta de los mismos, esto es, sobre la invención adecuada a las cosas, entonces caben grados de corrección, como ocurre también con la adecuación. Y si lo un poco correcto logra copiar la cosa siquiera en sus contornos, esto puede bastar para que sea utilizable[8]. Sin, embargo hay que ser todavía un poco más generoso: una palabra puede entenderse por hábito o convención aunque contenga sonidos que no posean la menor similitud con la cosa, con lo que todo el principio de la similitud se tambalea y acaba refutándose con ejemplos como el de las palabras que designan números. En éstas no puede tener lugar la menor similitud porque los números no pertenecen al mundo sensible y móvil, de manera que para ellos sólo sería plausible el principio de la convención.
    La renuncia a la teoría de «physei» aparece revestida de un carácter sorprendentemente conciliador, pues se hace intervenir al principio de la convención, como complementario, allí donde el de la similitud fracasa. Platón parece opinar que el principio de la similitud es razonable, aunque en su aplicación conviene proceder de una manera muy liberal. La convención, que aparece en el uso lingüístico práctico y que es la única que determina la corrección de las palabras, puede servirse en lo posible del principio de similitud, pero no está atada a él[9]. Es una posición muy moderada, pero que encierra el presupuesto básico de que las palabras no poseen un verdadero significado cognitivo; es un resultado que va más allá de la esfera de las palabras y de la cuestión de su corrección y que apunta al conocimiento de las cosas, que es evidentemente lo único que interesa a Platón.
    No obstante lo cual, la argumentación socrática contra Cratilo, en la medida en que se mantiene fiel al esquema de la invención e imposición de los nombres, plasma una serie de perspectivas que no están en condiciones de imponerse. El que la palabra sea un instrumento que se organice para el trato docente y diferenciador con las cosas, por lo tanto que sea un ente que pueda adecuarse y corresponder más o menos a su propio ser, fija la cuestión de la esencia de las palabras de una manera que no carece de problemas. El trato con las cosas del que se habla aquí es el desvelamiento de la cosa a la que se hace referencia. La palabra es correcta cuando representa a la cosa, esto es, cuando es una representación (mímesis). Naturalmente, no se trata de una representación imitadora en el sentido de una copia inmediata que reprodujera el fenómeno audible y visible, sino que es el ser (ousía), aquello que se honra con la designación de «ser», lo que tiene que ser desvelado por la palabra. Pero entonces hay que preguntarse si los conceptos que se emplean para ello en la conversación, los del míméma o del deloma entendido como mímema, son correctos.
    El que la palabra que nombra a un objeto lo nombre como el que es porque posee por sí misma el significado por el que se designa tal referencia, no implica necesariamente una relación de copia. Con toda seguridad es propio de la esencia del mímema el que a través de él se represente también algo distinto de lo que ello mismo representa. La mera imitación, el «ser como», contiene pues, siempre, la posibilidad de insertar la reflexión sobre la distancia óntica entre la imitación y su modelo. Sin embargo, la palabra nombra a la cosa de una manera demasiado íntima o espiritual como para que se dé en ella una distancia respecto a la similitud, un copiar más o menos correcto. Cratilo tiene toda la razón cuando se pronuncia contra ello. La tiene también cuando dice que en tanto una palabra sea palabra tiene que ser «correcta», correctamente «existente». Si no lo es, si no tiene significado, no difiere en nada del sonido que produce el bronce al ser golpeado[10]. No tiene el menor sentido hablar en este caso de falsedad.
    Por supuesto que también puede ocurrir que no se llame a alguien por su nombre correcto porque se le ha confundido con otro, o que se emplee para una cosa algo que no es la «palabra correcta», porque no se conoce ésta. Pero entonces lo que es incorrecto no es la palabra sino su empleo. Sólo en apariencia se refiere a la cosa para la que se usa. En realidad es la palabra adecuada para otra cosa distinta, y para ésta sí es correcta. El que aprende una lengua extranjera e intenta fijar el vocabulario, esto es, el significado de las palabras que le son desconocidas, presupone siempre que éstas poseen un verdadero significado, el que el diccionario extrae y proporciona a partir del uso lingüístico. Podrán confundirse estas significaciones, pero esto no significará sino que se emplean mal palabras «correctas». En consecuencia tiene sentido hablar de una perfección absoluta de la palabra, puesto que entre su apariencia sensible y su significado no existe relación sensible ni en consecuencia distancia. Tampoco Cratilo hubiera tenido motivo para dejarse someter de nuevo al yugo del esquema del signo como copia. Para la copia vale efectivamente que, sin ser mera duplicación del original, se parece a él, y que por lo tanto es algo que es también otra cosa y que apunta a esto otro que representa en virtud de su similitud imperfecta. Sin embargo, para la relación de la palabra con su significado esto no tiene evidentemente validez alguna. En este sentido, cuando Sócrates reconoce a las palabras, a diferencia de las pinturas (Ceba), no sólo que son correctas sino también que son verdaderas[11], es como si se abriera de repente una verdad completamente oculta. Por supuesto que la «verdad» de la palabra no estriba en su corrección, en su correcta adecuación a la cosa, sino en su perfecta espiritualidad, esto es, en el hacerse patente el sentido de la palabra en su sonido. En este sentido todas las palabras «son» verdaderas, esto es, su ser se abre en su significado, en tanto que una copia sólo es más o menos parecida, y en consecuencia, medida según el aspecto del original, sólo es más o menos correcta.
    Pero como ocurre siempre en Platón, también aquí la ceguera de Sócrates frente a lo que refuta tiene su razón de ser. Cratilo mismo no ve del todo claro que el significado de las palabras no es idéntico a las cosas a las que se refiere, como tampoco, y esta es la base de la tácita superioridad del Sócrates platónico, que el logos, el decir y hablar así como la patentización de las cosas que tiene lugar en ellos, es algo distinto de la referencia de los significados inscritos en las palabras, y que es aquí donde estriba la verdadera posibilidad del lenguaje de Comunicar lo correcto y verdadero. El abuso sofístico del lenguaje procede justamente de la ignorancia de esta genuina posibilidad de verdad que contiene el habla (y a la que corresponde como posibilidad contraria la de la falsedad esencial). Cuando el logos se entiende como representación de una cosa, como su puesta al descubierto, sin distinguir esta función veritativa del habla respecto al carácter significativo de las palabras, se abre una posibilidad de error que es propia del lenguaje. Es entonces cuando cabe creer que la cosa se posee con la palabra. Ateniéndose a la palabra se estaría pues sobre el camino legítimo del conocimiento. Sólo que entonces vale también lo inverso: allí donde hay conocimiento, la verdad del habla tiene que componerse de la verdad de las palabras coma sus elementos; y así como se presupone la «corrección» de estas palabras, es decir, su adecuación natural a las cosas nombradas por ellas, estará permitido también interpretar los, elementos de estas palabras, las letras, desde su función de ser copia de las cosas. Esta es la consecuencia hacia la que Sócrates acorrala a su interlocutor.
    Sin embargo, en todo este contexto se desconoce que la verdad de las cosas está puesta en el habla, lo que significa en último término que estriba en la referencia a una idea unitaria sobre las cosas y no en las diversas palabras, ni siquiera en el acervo léxico completo de una lengua. Este desconocimiento es el que permite a Sócrates refutar los argumentos de Cratilo, que por otra parte son muy certeros en los que concierne a la verdad de la palabra, esto es, a su capacidad de significar. Frente a él Sócrates alega el uso de las palabras, el habla, el logos con su capacidad de ser verdadero o falso. El nombre o la palabra parecen ser verdaderos o falsos, en tanto en cuanto se usen verdadera o falsamente, esto es, en cuanto se asignen correcta o incorrectamente a lo que es. Sin embargo, esta asignación ya no afecta a la palabra sino que es logos, y encuentra su expresión adecuada en tal logos. Por ejemplo, llamar a alguien «Sócrates» quiere decir que ese hombre se llama Sócrates.
    Esta asignación, a la que conviene el carácter de logos, es pues, mucho más que la mera correspondencia de palabras y cosas, tal como en último extremo se correspondería con la teoría eleática del ser y como se presupone en la teoría del lenguaje como copia. Precisamente porque la verdad que contiene el logos no es la de la mera percepción, no es un mero dejar aparecer el ser, sino que coloca al ser siempre en una determinada perspectiva, reconociéndolo o atribuyéndole algo, el portador de la verdad, y consecuentemente también de su contrario, no es la palabra sino el logos. De ello se sigue también necesariamente que a esta estructura de relaciones en la que el logos articula e interpreta las cosas le es enteramente secundaria su proposición real y en consecuencia su vinculación al lenguaje. Se comprende que el verdadero paradigma de lo noético no es la palabra sino el número, cuya designación es obviamente pura convención y cuya «exactitud» consiste en que cada número se define por su posición en la serie y es en consecuencia un puro constructo de la inteligibilidad, un ens rationis, no en el sentido de una validez óntica aminorada, sino en el de su perfecta racionalidad. Este es el verdadero resultado al que está referido el Cratilo, y cuyas consecuencias son tan amplias que determinan en realidad todo el pensamiento ulterior sobre el lenguaje.
    Si el ámbito del logos representa el de lo noético en la pluralidad de sus asignaciones, la palabra se convierte, igual que el número, en mero signo de un ser bien definido y en consecuencia sabido de antemano. Con ello el planteamiento se invierte desde su principio. Ahora ya no se pregunta por el ser o el carácter de medio de la palabra partiendo de la cosa, sino que partiendo del medio que es la palabra se pregunta qué es lo que proporciona a aquél que lo usa y cómo lo hace. La esencia del signo es que tiene su ser en la función de su empleo, y que su aptitud consiste únicamente en ser un indicador. Por eso tiene que destacarse en ésta su función respecto al contexto en el que se halla y en el que ha de ser tomado como signo, con el fin de cancelar su propio ser una cosa y abrirse (desaparecer) en su significado: es la abstracción del hecho mismo de indicar.
    Por lo tanto, el signo no es algo que imponga un contenido propio. Ni siquiera necesita tener algún parecido con lo que indica; si lo tuviera habría de ser puramente esquemático. Pero esto quiere decir que todo -su contenido propio visible está reducido al mínimo que puede requerir su función indicadora. Cuanto más inequívoca es la designación a través de una cosa que es un signo, el signo será tanto más puro, se agotará tanto más en su consideración como tal. Los signos escritos, por ejemplo, se asignan a determinadas identidades fónicas, los signos numéricos a determinados números, y .son los signos más espirituales porque su asignación es total en el sentido de que los agota por entero. Una señal, un distintivo, un aviso, una indicación, etc.[12] sólo son espirituales en cuanto que se toman como signos, esto es, en cuanto que se abstrae todo lo que no sea su función indicadora. La existencia del signo es sólo su adherencia a algo distinto que en calidad de cosa signo es al mismo tiempo algo por sí mismo y tiene su propio significado, un significado distinto del que tiene como signo. En tal caso se afirma que el significado como signo sólo con viene al signo en su relación con un sujeto receptor del signo: «no tiene su significado absoluto en sí mismo, esto es, en él la naturaleza esta cancelada»[13];'sigue siendo un ente inmediato (tiene su existencia en su relación con otros entes, e incluso los signos escritos pueden tener, por ejemplo, un valor decorativo en un conjunto ornamental), y de hecho sólo en virtud de su ser inmediato puede ser al mismo tiempo un indicador, algo ideal. La diferencia entre su ser y su significado es absoluta.
    La cosa se plantea de otro modo en el caso del extremo opuesto que interviene en la determinación de la palabra: la copia. También la copia contiene esta misma contradicción entre su ser y su significado, pero en forma tal que la contradicción queda superada en ella misma,, justamente en virtud del parecido que ella misma contiene. Su función indicadora o representadora la obtiene no del sujeto que percibe el signo sino de su propio contenido objetivo. No es un mero signo, pues en ella está representado, hecho permanente y actual, el original mismo. Por eso puede juzgársela por el grado de semejanza, esto es, por la medida en que permite que en ella se haga actual lo que no está presente.
    El Cratilo desvirtúa hasta sus mismas raíces una pregunta por lo demás justificada, la de si la palabra no es más que un «signo puro» o si contiene algo de «imagen». En la medida en que en él se reduce al absurdo la tesis de que la palabra sea una copia, la única posibilidad que parece quedar es la de que es un signo. De hecho, éste es el resultado de la discusión negativa del Cratilo, aunque no aparezca de una manera netamente diferenciada; se confirma con el desplazamiento del conocimiento a la esfera inteligible, de manera que a partir de ese momento toda la reflexión sobre el lenguaje se monta no ya sobre el concepto de la imagen sino sobre el del signo. Esto no es sólo un cambio terminológico sino que expresa una decisión que hizo época entorno al pensamiento de lo que es el lenguaje[14]. El que el verdadero ser de las cosas deba investigarse «sin los nombres» quiere decir que en el ser propio de las palabras como tales no existe acceso alguno a la verdad, por mucho que cualquier buscar, preguntar, responder, enseñar y distinguir esté obligado a realizarse con los medios lingüísticos. Con esto queda dicho también qué el pensamiento llega a eximirse a sí mismo del ser de las palabras —tomándolas como simples signos que dirigen la atención hacia lo designado, la idea, la cosa—, que la palabra queda en una relación enteramente secundaria con la cosa. Es un simple instrumento de la comunión, que extrae y presenta lo mentado en el medio de la voz. Y está en la consecuencia de todo ello el que un sistema ideal de signos, cuyo sentido fuese la asignación unívoca de todos los signos, desenmascararía la fuerza de las palabras, el marco de variación de lo contingente inscrito en las lenguas históricas concretas, .como mera distorsión de su utilidad. Lo que aquí se anuncia es el ideal de una characteristica universalis.
    La desconexión de cuanto «es» el lenguaje más allá de su funcionamiento ideológico corno mero signo, esto es, la auto superación del lenguaje en un sistema de símbolos artificiales definidos unívocamente, este ideal de la Ilustración de los siglos XVIII y XX, representaría al mismo tiempo el lenguaje ideal porque le respondería el todo de lo cognoscible, el ser como la objetividad absolutamente disponible. Ni siquiera valdría la objeción fundamental de que no se puede pensar un lenguaje matemático de signos, con independencia de un lenguaje que introduzca las correspondientes convenciones. Este problema de un «metalenguaje» será irresoluble porque encierra un proceso iterativo; sin embargo, la inagotabilidad de este proceso no dice nada en contra del reconocimiento básico del ideal al que se acerca.
    Hay que admitir, también, que cualquier acuñación de una terminología científica, por compartido que sea el uso de la misma, representa una fase de este proceso. ¿Pues qué es en realidad un término? Una palabra cuyo significado está delimitado unívocamente en cuanto que se refiere a un concepto definido. Un término siempre es algo artificial, bien porque la palabra misma está formada artificialmente, bien —lo que es más frecuente— porque una palabra usual es extraída de toda la plenitud y anchura de sus relaciones de significado y fijada a un determinado sentido conceptual. Frente a la vida del significado de las palabras en el lenguaje hablado, sobre el que Wilhelm Von Humboldt[15] muestra con toda razón que le es esencial un cierto margen de variación, el término es una palabra rígida, y el uso terminológico de una palabra es un acto de violencia contra el lenguaje. Sin embargo, y a diferencia del lenguaje puramente simbólico del cálculo lógico, el uso de una terminología sigue integrado en el hablar una lengua (aunque frecuentemente bajo la forma de un extranjerismo). No existe ningún habla puramente terminológica, y hasta las expresiones artificiales más artificiosas y contrarias a la lengua (buen ejemplo de ello son todas las expresiones construidas en el marco de la publicidad moderna) acaban siempre volviendo a la vida del lenguaje. Una confirmación indirecta de esto es el hecho de que a veces una determinada' distinción terminológica no logra imponerse y >se ve constantemente desautorizada por el uso lingüístico normal. Esto quiere decir con toda evidencia que tiene que plegarse a las exigencias del lenguaje. Recuérdese, por ejemplo, la impotencia de la pedantería escolar con la que se desprestigió el uso de «trascendental» por «trascendente» por parte del neokantismo, o en el uso de «ideología» en sentido dogmático-positivo, que ha acabado por imponerse en contra de todo su carácter originariamente polémico e instrumentalista. También como intérprete de textos científicos tiene uno que contar normalmente con esta coexistencia de un uso terminológico y un uso corriente de una palabra[16]. Los intérpretes modernos de los textos clásicos se inclinan muchas veces a desatender la importancia de este problema, porque el concepto resulta más artificial y por lo tanto más fijado en su moderno uso científico que en la antigüedad, en la que todavía se conocían pocos extranjerismos y términos inventados.
    Sólo el simbolismo matemático estaría en condiciones de hacer posible una superación fundamental de la contingencia de las lenguas históricas y de la indeterminación de sus conceptos: a partir del arte combinatorio de un sistema de signos de este tipo podrían ganarse verdades nuevas dotadas de certeza matemática (ésta era la idea de Leibniz), pues el ordo reproducido por un sistema de signos de esta clase tendría algún correlato en todas las lenguas[17]. Es bastante claro que esta pretensión de la characteristica universalis de ser una ars inveniendi, como lo plantea Leibniz, reposa precisamente sobre el carácter artificial de su simbolismo: él es el que hace posible calcular en el sentido de hallar relaciones a partir de las regularidades formales de las leyes combinatorias, y hacerlo independientemente de que la experiencia nos conduzca o no a nexos correspondientes entre las cosas. Adelantándose así con el pensamiento hacia el reino de las posibilidades, la razón pensante accede a su perfección absoluta. Para la razón humana no hay mayor adecuación del conocimiento que la notitia numerorum[18], y todo cálculo procede según los esquemas de ésta. Sin embargo debe considerarse como generalmente válido que la imperfección del hombre no permite un conocimiento adecuado a priori, y que en consecuencia la experiencia es imprescindible. El conocimiento no se hace claro y distinto a través de estos símbolos porque el símbolo no significa una forma conspicua de estar dado, este conocimiento es «ciego» en la medida en que el símbolo aparece en el lugar de un verdadero conocimiento y muestra tan sólo la posibilidad de que éste llegue a producirse.
    El ideal de lenguaje que persigue Leibniz es, pues, un «lenguaje» de la razón, una analysis notionum que, partiendo de los «primeros» conceptos, desarrollaría todo el sistema de los conceptos verdaderos y reproduciría el todo de lo que es, lo que se correspondería con la razón divina[19]. La creación del mundo como el cálculo de Dios, que elucida la mejor de entre las posibilidades del ser, sería reproducida de este modo por el espíritu humano.
    En realidad este ideal hace patente que el lenguaje es algo más que un mero sistema de signos para designar el conjunto de lo objetivo. La palabra no es sólo signo. En algún sentido difícil de precisar es también algo así como una copia. Basta pensar en la posibilidad extrema contraria de un lenguaje puramente artificial para reconocer en esta teoría arcaica del lenguaje a pesar de todo una cierta cantidad de razón. De un modo enigmático la palabra muestra una cierta vinculación con lo «copiado», una pertenencia | su ser. Y esto debe pensarse de una manera fundamental, no bajo la idea de que en la formación del lenguaje la relación mimética tenga alguna participación. Pues esto no admite discusión. Va Platón había pensado claramente en este sentido mediador, y la investigación lingüística sigue haciéndolo ahora cuando atribuye una cierta función a la onomatopeya en la historia de las palabras. En esta manera de pensar, el lenguaje se imagina enteramente al margen del ser pensado, como un instrumental de la subjetividad; esto quiere decir que se sigue una dirección abstractiva en cuyo término se encuentra la construcción racional de un lenguaje artificial.
    Mi impresión es que con esto nos estamos moviendo en una dirección que nos aparta de la esencia del lenguaje. La lingüisticidad es tan totalmente inherente al pensar de las cosas que resulta una abstracción pensar el sistema de las verdades como un sistema previo de posibilidades del ser, al que habrían de asignarse los signos que utiliza un sujeto cuando echa mano de ellos. La palabra lingüística no es un signo del que se echa mano, pero tampoco es un signo que uno hace o da a otro; no es una cosa dotada de un ser propio, que se pueda recibir y cargar con la idealidad del significar con el fin de hacer así visible un ente distinto. Esto es falso por los dos lados. La idealidad del significado está en la palabra misma; ella es siempre ya significado. Sin embargo, esto no quiere decir por otra parte que la palabra preceda a toda experiencia de lo que es y se añada exteriormente a experiencias ya hechas, sometiéndolas a sí. No es que la experiencia ocurra en principio sin palabras y se convierta secundariamente en objeto de reflexión en virtud de la designación, por ejemplo, subsumiéndose bajo la generalidad de la palabra. Al contrario, es parte de la experiencia' misma el buscar y encontrar las palabras que la expresen. Uno busca la palabra adecuada, esto es, la palabra que realmente pertenezca a la cosa, de manera que ésta adquiera así la palabra. Aunque mantengamos que esto no implica una simple relación de copia, sigue siendo verdad que la palabra pertenece a la cosa por lo menos hasta el extremo de que no se le asigna a posteriori como signo. El análisis aristotélico que hemos presentado antes sobre la formación de los conceptos por inducción, nos ofrece un testimonio indirecto de ello. Aristóteles mismo no pone expresamente la formación de los conceptos en relación con el problema de la formación de las palabras y el aprendizaje del lenguaje, pero Themistio no tiene dificultad en ejemplificar aquélla en su propia paráfrasis con el aprendizaje del lenguaje por los niños[20]. Tan dentro del logos está el lenguaje.
    Si la filosofía griega se obstina en no percibir esta relación entre palabra y cosa, entre hablar y pensar, el motivo es que el pensamiento tenía que defenderse de la angostura de la relación entre palabra y cosa dentro de la que vive el hombre hablante. El dominio de esta lengua, «la más hablable de todas» (Nietzsche), sobre el pensamiento era tan intenso que la filosofía hubo de dedicar su más propio empeño a la tarea de liberarse de él. Por eso los filósofos griegos combaten desde el principio la corrupción y extravío del pensamiento en el «onoma»  se mantienen frente a ello en la idealidad que el mismo lenguaje realiza continuamente. Esto vale ya para Parménides, que pensaba la verdad
de la cosa partiendo del logos, y vale desde luego a partir del giro platónico hacia los «discursos», seguido también por la orientación aristotélica de las formas del ser según las formas de la enunciación. Como el logos se consideraba aquí determinado por su orientación hacia el eidos, el ser propio del lenguaje sólo podía pensarse como extravío, y el pensamiento tenía que esforzarse en conjurarlo y dominarlo. La crítica de la corrección de los nombres, realizada en el Cratilo, representa el primer paso en una dirección que desembocaría en la moderna teoría instrumentalista del lenguaje y en el ideal de un sistema de signos de la razón. Comprimido entre la imagen y el signo, el ser del lenguaje no podía sino resultar nivelado en su puro ser signo.
  
 2. Lenguaje y verbo[21]
   
    Hay, sin embargo, una idea que no es griega y que hace más justicia al ser del lenguaje; a ella se debe que el olvido del lenguaje por el pensamiento occidental no se hiciera total. Es la idea cristiana de la encarnación. Encarnación no es evidentemente corporalización. Ni la idea del alma ni la idea de Dios vinculadas a esta corporalización responden al concepto cristiano de la encarnación. La relación entre alma y cuerpo, implicada en este tipo de teorías, como ocurre, por ejemplo, en la filosofía platónico-pitagórica y a la que responde la idea religiosa de la trasmigración de las almas, implica la completa alteridad de alma y cuerpo. El alma retiene en todas sus corporalizaciones su ser para sí, y su liberación del cuerpo es para ella purificación, esto es, reconstrucción de su ser verdadero y auténtico. Tampoco la manifestación de lo divino en forma humana, que hace tan humana a la religión griega tiene nada que ver con la encarnación. No es que Dios se haga hombre, sino que se muestra a los hombres en forma humana manteniendo al mismo tiempo por entero toda su divinidad suprahumana. En cambio, el Dios hecho hombre, que enseña la religión cristiana, implica el sacrificio que asume el crucificado como hijo del hombre, e implica con ello una relación misteriosamente distinta cuya interpretación teológica tiene lugar en la doctrina de la trinidad.
    Merece la pena que nos atengamos ahora a este punto nuclear del pensamiento cristiano, porque también para él la encarnación está relacionada, de forma muy estrecha, con el problema de la palabra. Ya desde los padres de la iglesia, y desde luego en la elaboración sistemática del agustinismo de la alta escolástica, la interpretación del misterio de la trinidad -la tarea más importante que se plantea al pensamiento del medievo cristiano— se apoya en la relación humana de hablar y pensar. Con ello, la dogmática sigue sobre todo al prólogo del evangelio de Juan, y por mucho que los medios conceptuales con los que se intenta resolver este problema teológico sean de cuño griego, el pensamiento filosófico gana a través de ellos una dimensión que estaba vedada al pensamiento griego. Cuando el verbo se hace carne, y sólo en esta encarnación se cumple la realidad del espíritu, el logos se libera con ello al mismo tiempo de una espiritualidad que significa simultáneamente su potencialidad cósmica. El carácter único del suceso de la redención introduce en el pensamiento occidental la incorporación de la esencia histórica y permite también que el fenómeno del lenguaje emerja de su inmersión en la idealidad del sentido y se ofrezca a la reflexión filosófica. Pues a diferencia del logos griego, la palabra es ahora puro suceder (verbum proprie dicitur personaliter tantum)[22].
    Por supuesto que con esto el lenguaje humano sólo se erige indirectamente en objeto de la reflexión. Pues se trata tan sólo de que a través de la contraimagen de la palabra humana aparezca el problema teológico de la palabra, el verbum dei, que es la unidad de Dios Padre y Dios Hijo. Pero para nosotros lo importante es precisamente esto, que el misterio de esta unidad tenga su reflejo en el fenómeno del lenguaje.
    Ya el modo como la especulación teológica sobre el misterio de la encarnación conecta en la patrística con el pensamiento helenístico es muy significativo para la nueva dimensión a la que apunta. Al principio se intentó hacer uso de la oposición conceptual estoica entre logos exterior e interior[23]. Con esta distinción se pretendía destacar en origen el principio estoico del mundo que era el logos respecto a la exterioridad del puro hablar por imitación[24]. Para la fe cristiana en la revelación es la dirección inversa la que adquiere muy pronto un significado positivo. La analogía entre palabra interna y externa, el que la palabra se haga sonido en la vox, obtiene ahora un valor paradigmático.
    Por una parte es sabido que la creación ocurre por la palabra de Dios. Los primeros padres hablan desde muy pronto del milagro del lenguaje con el fin de hacer pensable aquella idea tan poco griega que es la creación. En el prólogo de Juan se describe desde la palabra la acción salvadora por excelencia, el envío del Hijo, el misterio de la encarnación. La exégesis interpreta el volverse sonido de la palabra como un milagro igual que el hacerse carne de Dios. El «volverse» del que se habla en ambos casos no es un llegar a ser en el que algo se convierte en otra cosa. No se trata ni de una escisión de lo uno respecto a lo otro, ni de una disminución de la palabra interna por su salida a la exterioridad, ni siquiera de un convertirse en otra cosa en forma tal que la palabra interna quedase consumida en ella[25]. Desde los acercamientos más tempranos al pensamiento griego se reconoce ya esta nueva dirección hacia la unidad misteriosa d« Padre e Hijo, de Espíritu y palabra. Y cuando al fin se rechaza en la dogmática cristiana —con el rechazo del subordinacionismo— la relación directa con la exteriorización, el que la palabra se vuelva sonido, esta misma decisión hace necesario volver a iluminar filosóficamente el misterio del lenguaje y su relación con el pensamiento. El mayor milagro del lenguaje no estriba en que la palabra se haga carne y aparezca en su ser externo, sino en el hecho de que lo que emerge y se manifiesta en su exteriorización es ya siempre palabra- El que la palabra está en Dios, y el que lo está desde toda la eternidad, es la doctrina triunfante de la iglesia que acompaña al rechazo del subordinacionismo, y que permite que el problema del lenguaje entre de lleno en la interioridad del pensamiento.
    Ya Agustín devalúa expresamente la palabra externa y con ella todo el problema de la multiplicidad de las lenguas, si bien todavía trata de él[26]. La palabra externa, igual que la que sólo es reproducida interiormente, está vinculada a una determinada lengua (lingua). El hecho de que el verbo se diga en cada lengua de otra manera sólo significa sin embargo que a la lengua humana no se le manifiesta en su verdadero ser. Con un desprecio enteramente platónico de la manifestación sensible dice Agustín: non dicitur, sicuti est, sed sicut potest videri audirive per corpus. La «verdadera» palabra, el verbum cordis, es enteramente independiente de esta manifestación. No es ni prolativum ni cogitativum in similitudine soni. Esta palabra interna es, pues, el espejo y la imagen de la palabra divina. Cuando Agustín y la escolástica tratan el problema del verbo para ganar medios conceptuales para el misterio de la trinidad, su tema es exclusivamente esta palabra interior, la palabra del corazón y su relación con la intelligentia.
    Lo que sale a la luz con ello es, pues, un aspecto muy determinado del lenguaje. El misterio de la trinidad encuentra su reflejo en el milagro del lenguaje en cuanto que la palabra, que es verdad porque dice cómo es la cosa, no es ni quiere ser nada por sí misma: nihil de suo habens, sed totum de illa scientia de qua nascitur. Tiene su ser en su cualidad de hacer patente lo demás. Pero, para el misterio de la trinidad vale exactamente esto mismo. Tampoco en él importa la manifestación terrena del redentor como tal, sino más bien toda su divinidad plena, su igualdad esencial con Dios. La tarea teológica consiste en pensar esta igualdad esencial y a pesar de todo la existencia personal autónoma de Cristo. A este efecto, se ofrece la relación humana que se hace patente en la palabra del espíritu, el verbum intellectus. Se trata de algo más que una simple imagen, ya que la relación humana de pensamiento y lenguaje se corresponde, a pesar de su imperfección, con la relación divina de la trinidad. La palabra interior del espíritu es tan esencialmente igual al pensamiento como lo es Dios Hijo a Dios Padre.
    Claro que entonces se plantea la cuestión de si en este punto no se está explicando lo inexplicable con lo inexplicable. ¿Qué palabra puede ser ésa que se mantiene como conversación interior del pensamiento y no gana una forma sonora? ¿Es que puede existir tal cosa? ¿Nuestro pensamiento no se produce siempre en el cauce de una determinada lengua, y no nos es claro que si se quiere hablar de verdad una lengua hay que pensar en ella? Por mucho que recordemos la libertad que guarda nuestra razón frente a la vinculación lingüística de nuestro pensamiento, bien inventando, y usando lenguajes de signos artificiales, bien aprendiendo a traducir de una lengua a otra — un comienzo que presupone al mismo tiempo la posibilidad de elevarse hasta el sentido de referencia, por encima de la vinculación lingüística—, sin embargo, cualquiera de estas maneras de elevarse es a su vez, como sabemos, lingüística. El «lenguaje de la razón» no es por sí mismo un lenguaje. ¿Y qué sentido tiene entonces hablar, frente al carácter insuperable de nuestra vinculación lingüística, de una «palabra interior» que se hablaría en el lenguaje puro de la razón? ¿Cómo reconocer la palabra de la razón (reproduciendo aquí con «razón» el intellectus) como una verdadera «palabra» si no ha de ser una palabra que suene realmente, ni siquiera, el phantasma de una de estas, sino lo designado por ella con un signo, en consecuencia la referencia o lo pensado mismo?
    En la medida en que la doctrina de una palabra interior debe soportar con su analogía la interpretación teológica de la trinidad, la pregunta teológica como tal no nos será aquí de mayor ayuda. Tendremos que volvernos a la cosa misma, preguntar qué puede ser esta «palabra interior». No puede ser simplemente el logos griego, la conversación del alma consigo misma. Ya el hecho de que logos se traduzca tanto por ratio como por verbum apunta a que el fenómeno lingüístico adquiere en la elaboración escolástica de la metafísica griega mucha más validez de la que tuvo entre los griegos mismos.
    La dificultad particular que supone hacer fecundo el pensamiento escolástico para nuestro planteamiento consiste en que la comprensión cristiana de la palabra tal como la encontramos en la patrística, en parte como herencia y en parte como tras-formación de ideas de la antigüedad (ardía, vuelve a acercarse al concepto del logos de la filosofía griega clásica a partir de la recepción de la filosofía aristotélica por la alta escolástica. Santo Tomás, por ejemplo, elabora una mediación sistemática de la doctrina cristiana desarrollada a partir del prólogo del evangelio de Juan con el pensamiento de Aristóteles[27]. Es significativo que en él apenas se hable ya de la multiplicidad de las lenguas, a la que todavía atiende Agustín, aunque acabe por desconectarla en favor de la «palabra interior». Para él la doctrina de la «palabra interior» es el presupuesto lógico y natural bajo el que desarrolla el nexo de forma y verbum.
    A pesar de lo cual tampoco en Tomás coinciden por completo los conceptos de logos y verbum. Es verdad que la palabra no es el suceso mismo del pronunciador, esa entrega irrecuperable del propio pensamiento a otro; sin embargo, el carácter óntico de la palabra es también un suceder. La palabra interior queda referida a la posibilidad de exteriorizarse. El contenido objetivo tal como es concebido por el intelecto está ordenado hacia su conversión en sonido (similitudo rei concepta in intellectu et ordinata ad manifestationem vel ad se vel ad al-terum). En consecuencia, la palabra interior no está referida con toda seguridad a una lengua determinada, ni reviste el mismo carácter que las palabras que uno tiene confusamente en la mente según le van llegando desde la memoria, sino que es el contenido objetivo pensado hasta el final (forma excogítala).
    Y en cuanto que se trata de un pensar hasta el final es forzoso reconocer en él un momento procesual: se comporta per modum egredientis. Claro que no es manifestación sino pensar, pero lo que se alcanza en este decirse a sí mismo es la perfección del pensar. La palabra interior, en cuanto que expresa el pensar, reproduce al mismo tiempo la finitud de nuestro entendimiento discursivo. Como nuestro entendimiento no está en condiciones de abarcar en una sola ojeada del pensar todo lo que sabe, no tiene más remedio que producir desde sí mismo en cada caso lo que piensa, y ponerlo ante sí en una especie de propia declaración interna. En este sentido todo pensar es un decirse.
    Pues bien, es seguro que la filosofía del logos griego conocía también este hecho. Platón describe el pensamiento como una conversación i n t e r i o r del alma consigo misma[28], y la infinitud del esfuerzo dialéctico que se exige al filósofo es la expresión de la discursividad de nuestro entendimiento finito.Y en el fondo, por mucho que Platón exigiese el «pensar puro», él mismo no deja de reconocer constantemente que para el pensamiento de las cosas no se puede prescindir del medio de onoma y logos. Pero si la doctrina de la palabra interior no quiere decir otra cosa que la discursividad del pensar y el hablar humano, ¿cómo puede entonces ser la «palabra» una analogía del proceso de las personas divinas de que habla la doctrina de la trinidad? ¿No se opone a ello precisamente la oposición entre intuición y discursividad? ¿Dónde está lo común entre uno y otro «proceso»?
    Es verdad que a la relación de las personas divinas entre sí no debe convenirle temporalidad alguna. Sin embargó, la secuencialidad que caracteriza a la discursividad del pensamiento humano tampoco es en realidad una relación temporal. Cuando el pensamiento humano pasa de una cosa a otra, piensa primero esto y luego lo otro, no se ve arrastrado al mismo tiempo de lo uno a lo otro. No piensa primero lo uno y luego lo otro en el mero orden de secuencialidad; esto significaría que se está trasformando constantemente. El que piense lo uno y lo otro quiere decir más bien que sabe lo que hace con ello, y esto significa que sabe vincular lo uno con lo otro. En consecuencia, lo que tenemos ante nosotros no es una relación temporal sino un proceso espiritual, una emanatio intellectuatis.
    Con este concepto neoplatónico, Tomás intenta describir tanto el carácter procesual de la palabra interior como el misterio de la trinidad. De este modo se pone de relieve algo que no estaba contenido en la filosofía platónica del logos. El concepto de la emanación contiene en el neoplatonismo bastante más que lo que sería el fenómeno físico del fluir como proceso de movimiento. Lo que se introduce es sobre todo la imagen del manantial[29]. En el proceso de la emanación, aquello de lo que algo emana, lo uno, no es ni despojado ni aminorado por el hecho de la emanación. Esto vale también para el nacimiento del Hijo a partir del Padre, el cual no consume con ello nada de sí mismo, sino que asume algo nuevo para sí. Vale también para el surgir espiritual que se realiza en el proceso del pensar, del decirse. Este surgir es al mismo tiempo un perfecto permanecer en sí. Si la relación divina de palabra e intelecto puede ser descrita de manera que la palabra tenga su origen en el intelecto, pero no parcialmente sino por entero (totaliter), del mismo modo vale para nosotros que aquí una palabra surge totaliter de otra, lo que significa que tienen su origen en el espíritu igual que la sucesión de la conclusión desde las premisas (ut conclusio ex principiis). El proceso y surgimiento del pensar no es, pues, un proceso de trasformación (motus), no es una transición de la potencia al acto, sino un surgir ut actus ex actu: la palabra no se forma una vez que se ha concluido el conocimiento, hablando en términos escolásticos, una vez que la información del intelecto es cerrada por la species, sino que es la realización misma del conocimiento. En esta medida la palabra es simultánea con esta formación (formatio) del intelecto.
    De esta manera se comprende que la generación de la palabra pudiera entenderse como una copia auténtica de la trinidad. Se trata de una verdadera generatio, de un verdadero alumbramiento, aunque por supuesto aquí no aparezca ninguna parte receptora junto a la generadora. Precisamente este carácter intelectual de la generación de la palabra es lo decisivo para su función de modelo teológico. Ciertamente, hay algo común al proceso de las personas divinas y al del pensar.
    Y sin embargo, a nosotros nos interesa menos esta coincidencia que las diferencias entre la palabra divina y humana. Teológicamente, esto es también completamente correcto. El misterio de la trinidad, aún iluminado por la analogía con la palabra interior, tiene sin embargo que resultar en último extremo incomprensible para el pensamiento humano. Si en la palabra divina se expresa el todo del espíritu divino, el momento procesual de esta palabra significa entonces algo respecto a lo que en el fondo toda analogía nos tendrá que dejar en la estacada. En cuanto que, conociéndose a sí mismo, el espíritu divino conoce al mismo tiempo todo cuanto es, la palabra de Dios es la del espíritu que en una sola contemplación (intuitus) lo contempla y crea todo. El surgimiento desaparece en la actualidad de la omnisciencia divina. Tampoco la creación sería un proceso real sino que interpretaría tan sólo la ordenación de la estructura del universo en el esquema temporal[30]. Si queremos comprender de una manera más exacta el momento procesual de la palabra, que para nuestro planteamiento del nexo de lingüisticidad y comprensión es el más importante, no podremos quedarnos en la coincidencia con el problema teológico, sino que tendremos que detenernos un poco en la imperfección del espíritu humano y en su diferencia con lo divino. También aquí podemos seguir a Tomás cuando destaca tres diferencias:
a)      En primer lugar, la palabra humana es potencial antes de actualizarse. Es formable, pero no está formada. El proceso del pensar se inicia precisamente porque algo se nos viene a las mientes desde la memoria. También esto es una emanación, no implica que la memoria sea despojada o pierda algo. Sin embargo, lo que se nos viene así a las mientes no es aún completo ni está pensado hasta el final. Al contrario, es ahora cuando se emprende el verdadero movimiento del pensar, en el que el espíritu se apresura de lo uno a lo otro, va de aquí para allá, sopesa lo uno y lo otro y busca así la expresión completa de sus ideas por el camino de la investigación (inqitisitio) y reflexión (cogitatio). La palabra completa se forma, pues, primero en el pensamiento, y por lo tanto, se forma como una herramienta, pero cuando emerge en la plena perfección del pensamiento, entonces ya no se produce con ella nada nuevo. Es la cosa misma la que entonces está presente en ella; en consecuencia, la palabra no es una herramienta en sentido auténtico. Tomás encontró para esto una imagen espléndida: la palabra es como un espejo en el que se ve la cosa; pero lo especial de este espejo es que por ningún lado va más allá de la imagen de la cosa. En él no se refleja nada más que esta cosa única, de manera que en el conjunto de sí mismo no hace sino reproducir su imagen (similitudo). Lo grandioso de esta imagen es que la palabra se concibe aquí como un reflejo perfecto de la cosa, como expresión de la cosa, y queda atrás el camino del pensamiento al que en realidad debe toda su existencia. En el espíritu divino no se da nada análogo.
b)       diferencia de la palabra divina, la humana es esencialmente imperfecta. Ninguna palabra humana puede expresar nuestro espíritu de una manera perfecta. Sin embargo, y como ya se apuntaba en la imagen del espejo, esto no es la imperfección de la palabra como tal. La palabra reproduce de hecho por completo acuello a lo que el espíritu se refiere. De lo que aquí se trata es de la imperfección del espíritu humano, que no posee jamás una autopresencia completa sino que está disperso en sus referencias a esto o aquello. Y de esta su imperfección esencial se sigue que la palabra humana no es como la palabra divina una sola y única, sino que tiene que ser por necesidad muchas palabras distintas. La multiplicidad de las palabras no significa, pues, en modo alguno que en cada palabra hubiera alguna deficiencia que pudiera superarse, en cuanto que no expresa de manera perfecta aquello a lo que el espíritu se refiere; al contrario, porque nuestro intelecto es imperfecto, esto es, no se es enteramente presente a sí mismo en aquello que sabe, tiene necesidad de muchas palabras. No sabe realmente lo que sabe.
c)      La tercera diferencia está también en relación con esto. Mientras Dios expresa en la palabra su naturaleza y sustancia de una manera perfecta y en una pura actualidad, cada idea que pensamos y cada palabra en la que se cumple este pensar es un mero accidente del espíritu. Es verdad que la palabra del pensamiento humano se dirige hacia la cosa, pero no está capacitada para contenerla en sí en su conjunto. De este modo el pensamiento hace el camino hacia concepciones siempre nuevas, y en el fondo no es perfectible del todo en ninguna. Su imperfectibilidad tiene como reverso el que constituye positivamente la verdadera infinitud del espíritu, que en un proceso espiritual siempre renovado va más allá de sí mismo y encuentra en ello la libertad para proyectos siempre nuevos.

    Resumiendo ahora lo que puede sernos de utilidad en la teología del verbo, podemos retener en primer lugar un punto de vista que apenas se ha hecho expreso en el análisis precedente, y que tampoco llega a serlo apenas en el pensamiento escolástico, no obstante ser de una importancia decisiva para el fenómeno hermenéutico que nos interesa a nosotros. La unidad interna de pensar y decirse, que se corresponde con el misterio trinitario de la encarnación, encierra en sí que la palabra interior del espíritu no se forma por un acto reflexivo. El que piensa o se dice algo, se refiere con ello a lo que piensa, a la cosa. Cuando forma la palabra no se reorienta, pues, hacia su propio pensad. La palabra es realmente; el producto del trabajo de su espíritu, liste la forma en sí en cuanto que produce el pensamiento y lo piensa hasta el final. Pero a diferencia de otros productos la palabra permanece enteramente en lo espiritual. Esto es el motivo de la apariencia de que se trate de un comportamiento hacia sí mismo, y de que el decirse sea una reflexión. En realidad no lo es. Pero en esta estructura-del pensamiento tiene su fundamento el que el pensar pueda volverse reflexivamente hacia sí mismo y objetivarse. La interioridad de la palabra, en la que consiste la unidad íntima de pensar y hablar, es la causa de que se ignore tan fácilmente el carácter directo e irreflexivo de la «palabra». El que piensa, no pasa de lo uno a lo otro, del pensar al decirse. La palabra no surge en un ámbito del espíritu, libre todavía del pensamiento (in aliquo sui nado). De aquí procede la apariencia de que la formación de la palabra tiene su origen en-un volverse hacia sí mismo del espíritu. La realidad, en la formación de la palabra no opera reflexión alguna. La palabra no expresa al espíritu sino a la cosa a la que se refiere. El punto de partida de la formación de la palabra es el contenido objetivo mismo (la species) que llena al e s p í r i t u. El pensamiento que busca su expresión no se refiere al e s p í r i t u sino a la cosa. Por eso la palabra no es expresión del e s p í r i t u sino que se dirige hacia la simililudo rei. La constelación objetiva pensada (la species) y la palabra son lo que está tan íntimamente unido. Su unidad es tan estrecha que la palabra no ocupa su lugar en el e s p í r i t u como un segundón junto a la species, sino que es aquello en lo que se lleva a término el conocimiento, donde la species es pensada por entero. Tomás alude a que en el conocimiento la palabra es como la luz en laque se hace visible el color.
    Sin embargo, hay una segunda cosa que puede enseñarnos este pensamiento escolástico. La diferencia entre la unidad de la palabra divina y la multiplicidad de las palabras humanas no agota la cuestión. Al contrario, unidad y multiplicidad mantienen entre sí una relación fundamentalmente dialéctica. La dialéctica de esta relación domina por entero la esencia de la palabra. Tampoco conviene mantener este concepto de la multiplicidad alejado de la palabra divina. Es verdad que la palabra divina es siempre una sola palabra, la que vino al mundo en la forma del redentor, pero en cuanto que sigue siendo un acontecer —lo que es verdad pese a todo rechazo de la subordinación como ya vimos —, sigue existiendo una relación esencial entre la unidad de la palabra divina y su manifestación en la iglesia. La proclamación de la salvación, el contenido del mensaje cristiano, es a su vez un acontecer de naturaleza propia en el sacramento y en la predicación, y tan sólo expresa aquello que ocurrió en el acto redentor de Cristo. En esta medida sigue no siendo más que una palabra única lo que se proclama una y otra vez en la predicación. Es evidente que en su carácter de mensaje, hay ya una alusión a la multiplicidad de su difusión. El sentido de la palabra no 'puede separarse del acontecer de esta> proclamación. El carácter de acontecer forma parle del sentido mismo. Es como en una maldición, que evidentemente no se puede separar de que la pronuncie alguien contra alguien. Lo que se comprende en ella no es en ningún caso un sentido lógico abstraído del enunciado, sino la maldición real que tiene lugar en ella[31]. Y lo mismo ocurre con la unidad y multiplicidad de la palabra que anuncia la iglesia. La muerte de cruz y la resurrección de Cristo son el contenido del mensaje de salvación que se predica en toda predicación. El Cristo resucitado y el Cristo predicado son uno y el mismo. La moderna teología protestante ha desarrollado con particular intensidad el carácter escatológico de la fe que reposa en esta relación dialéctica.
    A la inversa, en la palabra humana se muestra bajo una nueva luz la relación dialéctica de la multiplicidad de las palabras con la unidad de la palabra. Ya Platón había reconocido que la palabra humana posee el carácter del discurso, esto es, expresa la unidad de una referencia a través de la integración de una multiplicidad de palabras, y había desarrollado en forma dialéctica esta estructura del logos. Más tarde, Aristóteles descubre las estructuras lógicas que constituyen la frase, el juicio, el nexo de frases o la conclusión. Pero tampoco esto agota la cuestión. La unidad de la palabra que se auto-expone en la multiplicidad de las palabras permite comprender también aquello que no se agota en la estructura esencial de la lógica y que manifiesta el carácter de acontecer propio del lenguaje: el proceso de la formación de los conceptos[32]. Cuando el pensamiento escolástico desarrolla la doctrina del verbo no se queda en pensar la conceptuación como copia de la ordenación de la esencia.

3. Lenguaje y formación de los conceptos
    Todas las diaíresis conceptuales en Platón, así como las definiciones aristotélicas, confirman que la formación natural de los conceptos que acompaña al lenguaje no sigue siempre el orden de la esencia, sino que realizaba muchas veces la formación de las palabras en base a accidentes y relaciones. Sin embargo, la primacía del orden lógico esencial, determinada por los conceptos de sustancia y accidente, permite considerar la formación natural de los conceptos en el lenguaje como una imperfección de nuestro espíritu finito. Sólo porque únicamente conocemos accidentes, nos guiamos por ellos en la conceptuación. Y sin embargo, aunque esto fuese correcto, de esta imperfección se seguiría una ventaja peculiar —cosa que santo Tomás parece haber detectado correctamente —, la libertad para una conceptuación infinita y una progresiva penetración en los objetos de referencia[33].
    Si se piensa el proceso del pensamiento como un proceso de explicación en la palabra, se hace posible un rendimiento lógico del lenguaje que no podría concebirse por entero desde la relación con un orden de cosas tal como lo tendría presente un espíritu infinito. El que el lenguaje someta la conceptuación natural a la estructura esencial de la lógica, como enseña Aristóteles y también Tomás, sólo posee, pues, una verdad relativa. En medio de la penetración de la teología cristiana por la idea griega de la lógica germina de hecho algo nuevo: el medio del lenguaje, en el que llega a su plena verdad el carácter de mediación inherente al acontecer de la encamación. La cristología se convierte en precursora de una nueva antropología, que mediará de una manera nueva el espíritu humano, en su finitud, con la infinitud divina. Aquí encontrará su verdadero fundamento lo que antes hemos llamado «experiencia hermenéutica»
    En consecuencia habremos de volver ahora nuestra atención a la conceptuación natural que tiene lugar en el lenguaje. Es claro que el lenguaje, aunque contenga un sometimiento de cada referencia a la generalidad de un significado previo de las palabras, no debe pensarse como la combinación de estos actos subsumidores en virtud de los cuales algo particular es integrado en cada caso bajo un concepto general. El que habla — y esto significa, el que hace uso de significados generales de palabras— está tan orientado hacia lo particular de una visión objetiva que todo lo que dice participa de la particularidad de las circunstancias que tiene ante sí[34].
    A la inversa, esto quiere decir que el concepto general al que hace referencia el significado de la palabra se enriquece a su vez con la contemplación de las cosas que tiene lugar en cada caso, de manera que al final se produce una formación nueva y más específica de las palabras, más adecuada al carácter particular de la contemplación de las cosas. Tan cierto como que el hablar presupone el uso de palabras previas con un significado general, es que hay un proceso continuado de formación de los conceptos a través del cual se desarrolla la vida misma de los significados del lenguaje.
    En este sentido el esquema lógico de inducción y abstracción puede ser una fuente de errores, ya que en la conciencia lingüística no tiene lugar ninguna reflexión expresa sobre lo que es común a lo diverso, y el uso de las palabras en su significado general no entiende lo que designa y a lo que se refiere como un caso subsumido bajo la generalidad. La generalidad de la especie y la conceptuación clasificatoria son muy lejanas a la conciencia lingüística. Incluso si prescindimos de todas las generalidades formales que no tienen que ver con el concepto de la especie, sigue siendo cierto que cuando alguien realiza la trasposición de una expresión de algo a otra cosa está considerando, sin duda, algo común, pero esto no necesita ser en ningún caso una generalidad específica. Por el contrario, en tal caso uno se guía por la propia experiencia en expansión, que le lleva a percibir semejanzas tanto en la manifestación de las cosas como en el significado que éstas puedan tener para nosotros. En esto consiste precisamente la genialidad de la conciencia lingüística, en que está capacitada para dar expresión a estas semejanzas. Esto puede denominarse su metaforismo fundamental, e importa reconocer que no es sino el prejuicio de una teoría lógica ajena al lenguaje lo que ha inducido a considerar el uso traspositivo o figurado de una palabra como un uso inauténtico[35].
     Es evidente que lo que sé expresa en estas trasposiciones es la particularidad de una experiencia, y que no son, por lo tanto, el fruto de una conceptuación abstractiva. Pero es, por lo menos, igual de evidente que de este modo se incorpora simultáneamente un conocimiento de lo común. El pensamiento puede así retornar para su propia instrucción a este acervo que el lenguaje ha depositado en él[36]. Platón lo hace expresamente con su «fuga a los logoi»[37]. Pero también la lógica clasificatoria toma pie en este rendimiento previo de carácter lógico que para ella ha puesto a punto el lenguaje.
    Una ojeada a su prehistoria, en particular a la teoría de la formación de los conceptos en la academia platónica, nos lo podrá confirmar. Ya habíamos visto que la exigencia platónica de elevarse por encima de los nombres presupone por principio que el cosmos de las ideas es independiente del lenguaje. Pero en cuanto que esta elevación sobre los nombres se produce siguiendo a las ideas y se determina como dialéctica, esto es, como mirar juntos hacia la unidad del aspecto, como un extraer lo común de los fenómenos cambiantes sigue de hecho la dirección natural en la que el lenguaje se forma así mismo. Elevarse sobre los nombres quiere decir meramente que la verdad de la cosa no está puesta en el nombre mismo. No significa que el pensamiento pueda prescindir de usar nombre y logos. Al contrario, Platón ha reconocido siempre que el pensamiento necesita estas mediaciones aunque tenga que considerarlas como siempre superables. La idea, el verdadero ser de la cosa, no se conoce si no es pasando por estas mediaciones.
Pero ¿existe un conocimiento de la idea misma como determinada e individual? ¿La esencia de las cosas no es un todo de la misma manera que lo es el lenguaje? Igual que las palabras individuales sólo alcanzan su significado y su relativa univocidad en la unidad del habla, tampoco el conocimiento verdadero de la esencia puede alcanzarse más que en el todo de la estructura relacional de las ideas. Esta es la tesis del Parménides platónico. Pero esto suscita una nueva pregunta: para definir una única idea, esto es para poder destacarla, en lo que es respecto a todo cuanto hay fuera de ella, ¿no hace falta saber ya el todo?
   Si se piensa como Platón que el cosmos de las ideas es la verdadera estructura del ser, será difícil sustraerse a esta consecuencia. Y efectivamente Speusipo, el sucesor de Platón en la dirección de la academia, refiere que Platón la extrajo de hecho[38]. Por él sabemos que éste cultivaba muy particularmente la búsqueda de lo común (hómoia), y que en esto iba mucho más lejos de lo que se entiende por generalización en el sentido de la lógica de las especies, pues su método de investigación era la analogía, esto es, la correspondencia proporcional. La capacidad dialéctica de descubrir comunidades y de considerar lo mucho por referencia a lo uno es aquí todavía muy cercana a la libre universalidad del lenguaje y a los principios de su formación de las palabras. Lo común de la analogía tal como lo buscaba por todas partes Speusipo —correspondencias del tipo «lo que para el pájaro son las alas son para el pez las aletas»—, sirve para definir conceptos porque estas correspondencias representan al mismo tiempo uno de los más importantes principios formadores en la formación lingüística de las palabras. La trasposición de un ámbito a otro no sólo posee una función lógica sino que se corresponde con el metaforismo fundamental del lenguaje mismo. La conocida figura estilística de la metáfora no es más que la aplicación retórica de este  principio general de formación, que es al mismo tiempo lingüístico y lógico. Así podría decir Aristóteles: «Hacer bien las metáforas es percibir bien las relaciones de semejanza»[39]. Y en conjunto la Tópica aristotélica muestra una amplia gama de confirmaciones para el carácter indisoluble del nexo de concepto y lenguaje. La definición en la que se establece la especie común se deriva aquí expresamente de la consideración de lo común[40]. De este modo en el comienzo de la lógica de las especies está el rendimiento precedente del lenguaje.
    Con este dato concuerda también el que Aristóteles confiera siempre la mayor importancia al modo como se hace visible en el hablar sobre las cosas el orden de éstas (Las «categorías» — y no sólo lo que en Aristóteles recibe expresamente este nombre—, son formas de la enunciación). La conceptuación que realiza el lenguaje no sólo es empleada por el pensamiento filosófico, sino que éste la continúa en determinadas direcciones. Ya antes nos hemos remitido al hecho de que la teoría aristotélica de la formación de los conceptos, la teoría de la epagogé, podía ilustrarse con el aprendizaje del hablar por los niños. Y de hecho, aunque también para Aristóteles es fundamental la desmitificación platónica del habla —motivo decisivo de su propia elaboración de la «lógica»—, y aunque él mismo tenía el mayor empeño en copiar el orden de la esencia a través de la apropiación consciente de la lógica de la definición, y en  particular en la descripción clasificatoria de la naturaleza, así como en librarlo de todos los azares lingüísticos, él mismo queda atado por completo a la unidad de lenguaje y pensamiento.
    Los pocos pasajes, en los que habla del lenguaje como tal, están muy lejos de aislar la esfera de los significados lingüísticos respecto al mundo de las cosas que son nombradas en ella. Cuando Aristóteles dice de. los sonidos o de los signos escritos que «designan» cuando se convierten en symbolon, esto significa desde luego que no son por naturaleza, sino por convención. Sin embargo, esto no contiene en modo alguno una teoría instrumental de los signos. La convención por la que los sonidos del lenguaje o los signos de la escritura llegan a significar algo no es un acuerdo sobre un medio de entenderse —esto presupondría de todos modos la existencia del lenguaje—, sino que es el haber llegado a estar de acuerdo en lo que tiene de fundamento la comunidad entre los hombres y en su consenso sobre lo que es bueno y correcto[41]. El haber llegado al acuerdo en el uso lingüístico de sonidos y signos no es más que expresión de aquella concordancia fundamental sobre lo que es bueno y correcto. Ahora bien, los griegos se inclinaron a considerar lo que es bueno y correcto, lo que ellos llamaban nomoi, como imposición y logro de hombres divinos. Sin embargo, este origen del nomos caracteriza en opinión de Aristóteles más a su validez que a su verdadera génesis. Esto no quiere decir que Aristóteles no reconozca ya la tradición religiosa, sino que para él ésta, igual que cualquier otra pregunta sobre la génesis de algo, es un camino para el conocimiento del ser y del valer. La convención de la que habla Aristóteles en relación con el lenguaje caracteriza pues el modo de ser de éste y no dice nada sobre su génesis.
    Esto se atestigua, también, si se recuerda el análisis de la epagogé[42]. Ya hemos visto que Aristóteles deja aquí abierto de una manera muy ingeniosa el problema de cómo se llegan a formar en realidad los conceptos generales. Ahora estamos en condiciones de reconocer que con ello se hace cargo del hecho de que la formación natural de los conceptos en el lenguaje está ya siempre en acción. Por eso la conceptuación lingüística posee también según Aristóteles una libertad enteramente no dogmática; lo que en la experiencia se detecta como común entre lo que le sale a uno al encuentro y lo que se erige en generalidad, tiene el carácter de un mero rendimiento precedente que está desde luego en el comienzo de la ciencia pero que no es todavía ciencia. Esto es lo que Aristóteles trae a primer plano. En cuanto que la ciencia preconiza como ideal el poder coactivo de la demostración, está obligada a ir más allá de estos procedimientos. Por eso Aristóteles critica desde su ideal de la demostración tanto la doctrina de lo común de Speusipo como la dialéctica diairética de Platón.
    Sin embargo, la consecuencia de erigir en baremo el ideal lógico de la demostración es que la crítica aristotélica arrebata al rendimiento lógico del lenguaje su legitimación científica. Este ya sólo obtendrá reconocimiento bajo el punto de vista de la retórica, en la que se entenderá como el medio artístico que es la metáfora. El ideal lógico de la subordinación y supraordináción de los conceptos intenta hacerse ahora dueño del metaforismo vivo del lenguaje sobre el que reposa toda conceptuación natural. Pues sólo una gramática orientada hacia la lógica podrá distinguir el significado propio de la palabra de su sentido figurado. Lo que constituye en origen el fundamento de la vida del lenguaje y su productividad lógica, el hallazgo genial e inventivo de las comunidades por las que se ordenan las cosas, todo esto se ve relegado ahora al margen como metáfora e instrumentalizado como figura retórica. La pugna entre filosofía y retórica por hacerse con la formación de los jóvenes en Grecia, que se decidió con el triunfo de la filosofía ática, tiene también este otro aspecto de que el pensamiento sobre el lenguaje se convierte en cosa de la gramática y la retórica, disciplinas que siempre han reconocido como ideal la formación científica de los conceptos. Con ello la esfera de los significados lingüísticos empieza a separarse de las cosas que se nos aparecen bajo la formación lingüística. La lógica estoica habla por primera vez de esos significados incorpóreos por medio de los cuales se realiza el hablar sobre las cosas. Y es muy significativo que estos significados se coloquen en el mismo nivel que el topos, el espacio[43]. Igual que el espacio vacío se convierte en un dato del pensar sólo ahora, cuando se retiran del pensamiento las cosas ordenadas en él[44], también ahora por primera vez los «significados» se piensan por sí mismos como tales, y se acuña para ellos un concepto, apartando del pensamiento las cosas designadas a través del significado de las palabras. Los significados son también como un espacio en el que las cosas se ordenan unas con otras.
    Naturalmente, estas ideas sólo se hacen posibles cuando se altera de algún modo la relación natural, esto es, la íntima unidad de hablar y pensar. Podemos en este punto mencionar la correspondencia entre el pensamiento estoico y la elaboración gramático-sintáctica de la lengua latina, como ha mostrado Lohmann[45]. Es indiscutible que el incipiente bilingüismo de la oikumene helenística desempeñó un papel estimulante para el pensamiento sobre el lenguaje. Pero es posible que los orígenes de este desarrollo se remonten mucho más atrás, y que lo que desencadena este proceso sea en realidad la génesis de la ciencia. En tal caso los comienzos de la misma deben remontarse hasta los tiempos más tempranos de la ciencia griega. Habla en favor de esta hipótesis la formación de los conceptos científicos en los ámbitos de la música, de la matemática y de la física, pues en ellos se mide un campo de objetividades racionales cuya generación constructiva pone en curso designaciones correspondientes que ya no cabe llamar palabras en sentido auténtico. Fundamentalmente puede decirse que cada vez que la palabra asume la mera función de signo, el nexo originario de lenguaje y pensamiento hacia el que se orienta nuestro interés se trasforma en una relación instrumentad Esta relación trasformada entre palabra y signo subyace a la formación de los conceptos de la ciencia en su conjunto, y para nosotros se ha vuelto tan lógica y natural que tenemos que realizar una intensa rememoración artificial para hacernos a la idea de que junto al ideal científico de las designaciones unívocas la vida del lenguaje mismo sigue su curso sin alterarse.
    Por supuesto que no es precisamente esta rememoración lo que se echa en falta cuando se observa la historia de la filosofía. Ya hemos visto cómo en el pensamiento medieval la relevancia teológica del problema lingüístico apunta una y otra vez a la unidad de pensar y hablar y trae así a primer plano un momento que la filosofía griega clásica todavía no había pensado así. El que la palabra sea un proceso en el que llega a su plena expresión la unidad de lo referido —como se piensa en la especulación sobre el verbo— es frente a la dialéctica platónica de lo uno y lo mucho algo verdaderamente nuevo. Para Platón el logos se movía él mismo en el interior de esta dialéctica, y no hacía sino padecer la dialéctica de las ideas. En esto no hay un verdadero «problema de la interpretación», en cuanto que los medios de la misma, la palabra y el discurso, están siendo constantemente superados por el espíritu que piensa. A diferencia de esto hemos encontrado que en la especulación trinitaria el proceso de las personas divinas encierra en sí el planteamiento neoplatónico del despliegue, esto es, del surgir a partir de lo uno, con lo que se hace justicia por primera vez al carácter procesual de la palabra. Sin embargo el problema del lenguaje sólo podría irrumpir con toda su fuerza cuando la mediación escolástica de pensamiento cristiano y filosofía aristotélica se completase con un nuevo momento que daría un giro positivo a la distinción entre pensamiento divino y humano, giro que obtendría en la edad moderna la mayor significación. Es lo común de lo creador. Y en mi opinión es este concepto el que caracteriza más adecuadamente la posición de Nicolás de Cusa, que en los últimos tiempos está siendo revisada tan intensamente[46].
    Por supuesto que la analogía entre los dos modos de ser creador tiene sus límites, los que corresponden a las diferencias antes acentuadas entre palabra divina y humana. La palabra divina crea el mundo, pero no lo hace en una secuencia temporal de pensamientos creadores y de días de la creación. El espíritu humano por el contrario sólo posee la totalidad de sus pensamientos en la secuencialidad temporal. Es verdad que no se trata de una relación puramente temporal, como ya hemos visto a propósito de Tomás de Aquino. Nicolás de Cusa también hace hincapié en esto. Es como la serie de los números: su generación no es en realidad un acaecer temporal sino un movimiento de la razón. El Cusano considera que es este mismo movimiento de la razón el que opera cuando se extraen de lo sensorial los géneros y especies tal como caen bajo las palabras i se despliegan en conceptos y palabras individuales. También ellos son entia rationis. Aunque esta manera de hablar sobre el «despliegue» suene tan entre platónico y neoplatónico, Nicolás de Cusa supera en realidad el esquema emanatista de la doctrina neoplatónica de la explicatio en puntos decisivos; pues en relación con ella despliega simultáneamente la doctrina cristiana del verbo[47]. La palabra no es para él un ser distinto del espíritu, ni una manifestación aminorada o debilitada del mismo. Para el filósofo cristiano es el conocimiento de ésto lo que constituye su superioridad sobre los platónicos. Correspondientemente tampoco la multiplicidad en la que se despliega el espíritu humano es una mera caída de la verdadera unidad, ni una pérdida de su patria. Al contrario, por mucho que la finitud del espíritu humano quedase siempre referida a la unidad infinita del ser absoluto, tenía que hallar sin embargo una legitimación positiva. Es lo que expresa el concepto de la complicatio, desde el que también el fenómeno del lenguaje ganará una nueva dimensión. El espíritu humano es el que al mismo tiempo reúne y despliega. El despliegue en la multiplicidad discursiva no lo es sólo de los conceptos, sino que se extiende hasta lo lingüístico. Es la multiplicidad de las designaciones posibles —según la diversidad de las lenguas— lo que aún potencia la diferenciación conceptual.
    De este modo, con la disolución nominalista de la lógica clásica de la esencia, el problema del lenguaje entra en un nuevo estadio. De pronto adquiere un significado positivo el que se puedan articular las cosas en formas distintas (aunque no arbitrarias) según sus coincidencias o diferencias. Si la relación de género y especie no se puede legitimar sólo desde la naturaleza de las cosas —según el modelo de los géneros «auténticas» en la autoconstrucción de la naturaleza viva—, sino que se legitima también de un modo distinto por relación con el hombre y su soberanía denominadora, entonces las lenguas que han nacido en la historia, la historia de sus significados igual que su gramática y sintaxis, pueden hacerse valer como formas variantes de una lógica de la experiencia, de una experiencia natural, es decir, histórica (que a su vez encierra también la experiencia sobrenatural). La cosa misma está, clara desde siempre. La articulación de palabras y cosas, que emprende cada lengua a su manera, representa en todas partes una primera conceptuación natural muy lejana al sistema de la conceptuación científica. Se guía por entero según el aspecto humano de las cosas, según el sistema de sus necesidades e intereses. Lo que para una comunidad lingüística es esencial para cierta cosa, puede reunir a ésta con otras cosas por lo demás completamente distintas bajo la unidad de una denominación, con sólo que todas ellas posean este mismo aspecto esencial. La denominación (impositio nominis) no responde en modo alguno a los conceptos esenciales de la ciencia y a su sistema clasificatorio de géneros y especies. Al contrario, vistos desde aquí muchas veces son meros accidentes los que guían la derivación del significado general de una palabra.
    Esto no quita que pueda asumirse sin dificultad una cierta influencia de la ciencia sobre el lenguaje. Por ejemplo en alemán ya no se habla de Walfische (peces-ballena) sino simplemente de Wale (ballenas), porque todo el mundo sabe que las ballenas no son peces sino mamíferos. Por otra parte la extraordinaria riqueza de designaciones populares para determinados objetos se va nivelando cada vez más en parte por la influencia del tráfico moderno, en parte por la estandarización científica y técnica, y en general el vocabulario parece que no tiende a aumentar sino más bien a disminuir. Existe al parecer una lengua africana que posee no menos de doscientas expresiones distintas para el camello, según las diferentes referencias vitales en las que está el camello respecto a los habitantes del desierto. En virtud del significado dominante que mantiene en todos ellos, se presenta como un ente distinto[48]. Podría decirse que en todos estos casos hay una tensión particularmente aguda entre el concepto de la especie y la designación lingüística. Sin embargo puede decirse también que en ninguna lengua viva se alcanza nunca un equilibrio definitivo entre la tendencia a la generalidad conceptual y la tendencia al significado pragmático. Por eso resulta tan artificioso y tan contrario a la esencia del lenguaje considerar la contingencia de la conceptuación natural por referencia al verdadero ordenamiento de la esencia y tenerla por meramente accidental. Esta contingencia se produce en realidad en virtud del margen de variación necesario y legítimo dentro del cual puede el espíritu humano articular la ordenación esencial de las cosas.
    En que el medievo latino no dedique su atención a este aspecto del problema del lenguaje, a pesar del significado que se da en la Biblia a la confusión de las lenguas humanas, puede explicarse sobre todo como consecuencia del dominio normalizado der latín erudito así como de la persistencia de la doctrina griega del logos. Sólo en el Renacimiento, cuando los laicos ganan importancia y las lenguas nacionales se abren paso en la formación erudita, llegan a desarrollarse ideas fecundas sobre la relación entre aquéllas y la palabra interior, o los vocablos «naturales». De todos modos hay que cuidarse de suponer que con ello se inicia directamente el planteamiento de la moderna filosofía del lenguaje y su concepto instrumental de éste. El significado de la primera irrupción del problema lingüístico en el Renacimiento estriba por el contrario en que en ese momento sigue siendo válida de manera impensada y normal toda la herencia greco-cristiana. En Nicolás de Cusa esto es particularmente claro. Los conceptos que caen bajo las palabras mantienen, como desarrollo de la unidad del espíritu, una referencia con la palabra natural (vocabulum naturale) cuyo reflejo aparece en todas ellas (relucet), por mucho que cada denominación individual sea arbitraria[49] (impositio nominis fit ad beneplacitum). Puede uno preguntarse qué clase de relación es ésta y en qué consiste esa palabra natural. Sin embargo la idea de que cada palabra de una lengua posee en último término una coincidencia con las de otras lenguas, en cuanto que todas las lenguas son despliegues de la unidad una del espíritu, tiene un sentido metodológicamente correcto. Tampoco el Cusano se refiere con su palabra natural a la de un lenguaje originario anterior a la confusión de las lenguas. Este lenguaje de Adán en el sentido de una doctrina del estado originario le es completamente ajeno. Al contrario, su punto de partida es la imprecisión fundamental de todo saber humano. En esto consiste reconocidamente su teoría del conocimiento, en la que se cruzan motivos platónicos y nominalistas: todo conocimiento humano es pura conjetura y opinión (coniectura, opinio)[50]. Y es esta doctrina la que aplica al lenguaje. Ello le permite reconocer la diversidad de las lenguas nacionales y la aparente arbitrariedad de su vocabulario sin tener que caer necesariamente en una teoría convencionalista y en un concepto instrumental del lenguaje. Así como el conocimiento humano es esencialmente -«impreciso», es decir, admite un más y un menos, lo mismo ocurre con el lenguaje humano. Lo que en una lengua posee su expresión auténtica (propria vocabula) puede tener en otra línea expresión más bárbara y lejana (magis barbara et remotiora vocabula). Existen pues expresiones más o menos auténticas (propria vocabula). Todas las denominaciones fácticas son en cierto modo arbitrarias, pero tienen una relación necesaria con la expresión natural (nomen naturale) que se corresponde con la cosa misma (forma). Toda expresión es atinada (congruum), pero no todas son precisas (precisum).
    Esta teoría del lenguaje presupone que tampoco las cosas (forma) a las que se atribuyen los nombres pertenecen a un orden previo de imágenes originarias al que el conocimiento humano se acercaría más y más, sino que este orden se forma en realidad a partir de lo que está dado en las cosas y por medio de distinciones y reuniones. En este sentido se introduce en el pensamiento del Cusano un giro nominalista. Si los géneros y especies (genera et species) son a su vez seres inteligibles (entia rationis), entonces puede comprenderse que las palabras puedan concordar con la contemplación objetiva a la que dan expresión, aunque en lenguas distintas se empleen palabras distintas. En tal caso no se trata de variaciones de la expresión, sino de variaciones de la contemplación objetiva y de la conceptuación subsiguiente, en consecuencia de una imprecisión esencial que no excluye que en todas ellas aparezca un reflejo de la cosa misma (de la forma). Esta imprecisión esencial sólo puede superarse evidentemente si el espíritu se eleva hacia el infinito. En él ya no hay entonces más que una única cosa (forma) y una única palabra (vocabulum), la palabra  indecible de Dios (verbum Dei) que se refleja en todo (relucet).
    Si se piensa el espíritu humano de esta manera, referido como una copia al modelo divino, entonces puede admitirse el margen de variación de las lenguas humanas. Igual que al comienzo, en la discusión sobre la investigación analógica en la academia platónica, también al final de la discusión medieval sobre los universales se piensa una verdadera cercanía entre palabra y concepto. Sin embargo las consecuencias relativistas que traería él pensamiento moderno para las concepciones del mundo, partiendo de la variación de las lenguas es algo muy lejano a esta concepción. En medio de la diferencia se conserva la coincidencia, y es ésta la que interesa al platónico cristiano: lo esencial para él es la referencia objetiva que mantiene toda lengua humana, no tanto la vinculación del conocimiento humano de las cosas al lenguaje. Esta representa sólo una retracción prismática en la que aparece la verdad una.


[1] Sigue siendo valiosa la exposición de Heimann Steinthal, Die GescbkhU der Sprachwissemcbaft bei den Griechen und Romem, mit besonderer Riicksicht au/die JLogik, 1864.

[2] Cratilo, 384 d.
[3] Ibid., 388 c.
[4] Ibid., 483 d-439 b.
[5] Carta séptima, 342 s.

[6]  Soph. 263 e, 264
[7] Crat., 385 b, 387 c.
[8]  Ibid., 432 a.
[9]  Ibid., 434 e.
[10]  Ibid., 429 bc, 430ª.
[11]  Ibid., 430 d5
[12]  Juego de palabras en el original, sobre Zeichen, “signo”: Merkzeichen,  Abzeichen, Vorzeichen, Anzeichen (N. del T.)
[13]  G. W. Pr. Hegel, Jenenser Realphilosophie I, 210.
[14]  J. Lohmann, Lexis II, passim, subraya la importancia que tiene la gramática estoica y la configuración de un lenguaje conceptual latino para la traducción del griego correspondiente.
[15] W. v. Humboldt, Über die Verschiedenheit des menschlicben Spracb-baus, § 9.
[16] Piénsese por ejemplo en el uso aristotélico del término φρόvησις  cuya utilización no terminológica pone en peligro la seguridad de conclusiones sobre su historia evolutiva, como ya antes he intentado mostrar frente a W. Jaeger. Cf. Der aristotelisebe Protreptikos: en Mermes (1928) 146 s.
[17] Cf. Leibniz, ed. Erdmann, 1840, 77.
[18] Leibniz, De cognitione, veritale et ideis (1684), ed. Erdmann, 79 s.
[19] Es sabido que ya Descartes, en una carta a Mersenne de 20-11-1629 de la que Leibniz tenía ya conocimiento, desarrollaba según el modelo de la formación de los signos numéricos la idea de un lenguaje simbólico de la razón que contuviese toda la filosofía. Una forma anterior de lo mismo, aunque desde luego bajo restricciones platonizantes de esta idea, se encuentra ya en Nicolás de Cusa, Idiota de mente III, cap. VI.
[20]  Ad Analyt. Post II, 19.
[21]  Como este capítulo está dedicado al nexo de ideas en el marco del cual el logos de Juan se tradujo como verbum, y en español como «verbo», sostenemos este último término a pesar de sus connotaciones gramaticales (N. del T.).
[22] Tomás I. q. 34 et passim.
[23] En lo que sigue me referiré al informativo artículo Verbe en Dictionnaire de théologie catholique, así como a Lebreton, Histoire du dogme de la Trinité.
[24] Sobre los papagayo; Sext. adv. math. VIII, 275.
[25] Assumendo non consumendo, Agustín, De Trinitate, XV, 11.
[26] Respecto a lo que sigue, cf. sobre todo Agustín, De Trinitate XV, 10-15.
[27] Cf. Comm. in Job. cap. 1 = «de differentia verbi divini et humani», así como el opúsculo tan difícil como lleno de contenido complicado a partir de textos auténticos de santo Tomás, De natura verbi intellectus; en lo que sigue nos referiremos sobre todo a estos textos.
[28] Platón, Sopbist., 263 c
[29] Cf. la tesis doctoral de Ch. Wagner, Die vielen Metaphern und das eine Modell der plotinischen Metaphysik, Heidelberg  1957, que rastrea las metáforas ontológicamente significativas de Plotino. Sobre el concepto de «fuente» cf. infra, Excurso V.
[30] No se puede ignorar que la interpretación del Génesis tanto por la patrística como por la escolástica repite en cierto modo la discusión sobre la correcta inteligencia del Timeo que tuvo lugar entre los discípulos de Platón.
[31] Cosas del mayor interés se encuentran al respecto en H. Lipp, Untersuchungen  zu einer  bermeneuttischen Logik,, 1938, y en J. L. Austin, How to do tbings witb words, 1962.
[32] Reproduciremos el término de Begriffsbildung indistintamente por «formación de los conceptos» o «conceptuación», según lo requiera la sintaxis en cada caso (N. del T.).
[33]La interpretación de Tomás de Aquino por G. Rabean, Species Verbum, 1938, me parece que destaca esto correctamente.
[34] T. Litt,  Das Allgemeine Aufbau der geisteswisseschaftlichen  Er-kenninis: Berichte der sächsischen Akademie der Wissenschaften  931. (1941) destaca esto con razón.   
[35] Esto lo ha visto sobre todo L. Klages. Cf. al respecto K. Löwith, Das Individuum in der Rolle des Mitmenschen, 1928, 33 s.
[36] Esta imagen se sugiere involuntariamente y confirma en esta medida la indicación de Heidegger entre la cercanía de significado de legein  como «decir» y como «recoger» (por primera vez en Heraklits Lehre vom Logos, en Festschrift für H.]anizen).
[37] Platón, Phaid. 99e. 
[38] Cf. el importante artículo de J. Stenzel sobre Speusipo.
[39] Poética, 22, 1459 a 8.
[40] Top. A 18, 108, 7-31
[41] Por lo tanto conviene considerar los enunciados terminológicos de la Política (Polit. A 2).
[42] An. Post B 19.
[43] Stoic. vet. fragm. Armin II. 87.
[44] Cf. la teoría del δίάστημα rechazada todavía por Aristóteles, Pbys. A 4, 211 b 14 s.
[45] J. Lohmann ha comunicado interesantes observaciones de acuerdo con las cuales el descubrimiento del mundo «ideal» de los tonos, figuras y números aportó un género peculiar de formación de palabras y con ello un primer comienzo de conciencia lingüística. Cf. los trabajos de J. Lohmann, en Archiv für Musikwissenschaft XIV (1957) 147-155; XVI (1959) 148-173, 261-291; Lexis IV, 2 y finalmente Über den paradigmatischen Charakter der griechischen Kultur, 1960.
[46] Cf. K. H. Volkmann-Schluck, Nicolás Cusanus. 1957, sobre todo 146 s, que intenta determinar fundamentalmente el lugar que conviene al Cusano en la historia del pensamiento a partir de su idea de la «imagen».
[47] Philosophi quidem de Verbo divino et máximo absoluto sufficienter instructi non erant... Non sunt igitur formae actu nisi in Verbum ipsum Verbum...: De Doct. ign. I I , cap. IX .
[48] Cf. E. Cassirer, Philosophie der symbolischen Formen I, 1923, 258 (Filosofía de las formas simbólicas, México 1971).
[49] El testimonio más importante al que nos referiremos en lo que sigue es N. de Cusa, Idiota de mente III, 2: «Quomodo est vocabulum naturale et aliud impositum secundum illud citra praecisionem...».
[50] Cf. La instructiva exposición de J. Koch, Die ars coniecturalis des Nicolaus Cusanus: Arbeitsgemeinschaft für Forschung des Landes Nordrhein-Westfalen  16.