Acuñación del concepto "lenguaje" a lo largo de la
historia del pensamiento occidental
Hans-Georg Gadamer
1. Lenguaje y logos
La íntima unidad
de palabra y cosa era al principio algo tan natural que el nombre verdadero se
sentía como parte de su portador, e incluso cuando sustituía a éste era sentido
como él mismo. Es significativo que en griego la expresión que significa
“palabra”, ónoma, signifique al mismo
tiempo nombre. Y el nombre lo que es en virtud de que alguien se llame así y
atienda por él. Pertenece a su portador. La adecuación de un nombre se confirma
en que su portador atienda por él. Parece en consecuencia que pertenece al ser
mismo.
Ahora bien, la filosofía griega se inicia
precisamente con el conocimiento de que la palabra es sólo nombre, esto es, que no representa al verdadero ser. Esta es
la irrupción del preguntar filosófico dentro del dominio antes indiscutido del
nombre. Fe en la palabra y dudas respecto a la palabra son lo que caracteriza
la situación del problema bajo la cual consideraba el pensamiento de la
ilustración griega la relación entre palabra y cosa. A través de ella el modelo
del nombre se convierte en un antimodelo. El nombre que se otorga y que puede
cambiarse es lo que motiva que se dude de la verdad de la palabra. ¿Puede
hablarse de la corrección de los nombres? ¿No habría que hablar más bien de la
corrección de las palabras, esto es, exigir la unidad de palabra y cosa? ¿Y no
fue uno de los pensadores más profundos de la antigüedad, Heráclito, quien
descubrió el profundo sentido del juego de palabras? Este es el trasfondo del
que surge el Cratilo de Platón, el
escrito básico del pensamiento griego sobre el lenguaje, que contiene el
problema en toda su extensión; la discusión griega posterior, que sólo nos es
conocida de manera muy incompleta, apenas aporta nada esencialmente nuevo.
En el Cratilo
de Platón se discuten dos teorías que intentan determinar por caminos diversos
la relación de palabras y cosas: la teoría convencionalista ve la única fuente
de los significados de las palabras en la univocidad del uso lingüístico que se
alcanza por convención y ejercicio. La teoría contraria defiende una
coincidencia natural entre palabra y cosa, la que designa el concepto de la corrección.
Es evidente que se trata de dos posiciones extremas, y que por lo tanto
objetivamente no necesitan excluirse. En cualquier caso el individuo que habla
no conoce la cuestión de la «corrección» de la palabra que presupone esta
posición.
El modo de ser del lenguaje que nosotros
llamamos «uso lingüístico general» limita ambas teorías: el límite del convencionalismo
es que no se puede alterar arbitrariamente lo que significan las palabras si ha
de haber lenguaje. El problema de las «jergas» muestra las condiciones
bajo las que se encuentran estos cambios de nombres. El propio Hermógenes da un
ejemplo en el Cratilo: el cambio de nombre de un criado.
Sólo la heteronomía interna del mundo vital del criado, la fusión de su persona
con su función, hace posible lo que en otro caso representaría un fracaso
respecto a la pretensión de la persona de mantener su propio ser para sí, su
honor. También los niños y los amantes tienen «su» lengua, a través de la cual se
entienden en un mundo que sólo es propio de ellos: pero aun esto no se hace por
imposición arbitraria sino por cristalización de un hábito lingüístico. El
presupuesto del «lenguaje» es siempre el carácter común de un mundo, aunque
sólo sea de juguete.
Pero
también el límite de la teoría de la semejanza es claro: no se puede
criticar al lenguaje por referencia a las cosas, en el sentido de que las
palabras no reprodujeran éstas correctamente. El lenguaje no está ahí como un
simple instrumento del que echamos mano, o que nos construimos, con el fin de
comunicar y hacer distinciones con él.
Ambas interpretaciones de las palabras parten de su existencia y de su
disponibilidad, y dejan estar las cosas como lo que es conocido de antemano.
Por eso una y otra toman su comienzo demasiado tarde. Habría que preguntarse si
Platón, al mostrar la insostenibilidad interna de estas dos posiciones
extremas, intenta en realidad poner en cuestión un presupuesto que les sea
común. En mi opinión la intención de Platón es muy clara, y creo que nunca
podrá acentuarse lo suficiente clara a la interminable usurpación del Cratilo
en favor de los problemas sistemáticos de la filosofía del lenguaje: con esta
discusión entre las teorías lingüísticas contemporáneas, Platón pretende
mostrar que en el marco del lenguaje no puede alcanzarse, en la pretensión de
la corrección lingüística (̉ο̉ρθ́ότη τω̃ ο̉νομὰ) ninguna verdad objetiva
(̉α̉λὴθεια τω̃ν ο̉́ντων), y que lo que es hay que conocerlo al margen de las
palabras, puramente desde ello mismo.
Con esto se desplaza radicalmente el problema a un nuevo nivel. La dialéctica
hacia la que apunta este contexto pretende evidentemente confiar el pensamiento
tan por entero a sí mismo y a sus verdaderos objetos, abrirlo a las «ideas» de
manera tal, que con ello se supere la fuerza de las palabras y su tecnificación
demónica en el arte de la argumentación sofística. La superación del ámbito de
las palabras por la dialéctica no querrá decir por supuesto que exista
realmente un conocimiento libre de palabras, sino únicamente que lo que abre el
acceso a la verdad no es la palabra sino a la inversa: que la
«adecuación» de la palabra sólo podría juzgarse desde el conocimiento de las cosas.
Esto puede reconocerse, y sin embargo uno
echa algo en taita: es claro que Platón retrocede ante la verdadera relación de
palabra y cosa. En este punto considera que la pregunta de cómo puede conocerse
lo que es, es en realidad demasiado vasta, y allí donde habla de ella, donde
por lo tanto describe la verdadera esencia de la dialéctica, como ocurre en el
excurso de la séptima carta,
la lingüisticidad sólo aparece como un momento notablemente poco unívoco; forma
parte de los textos que intentan imponérsele a uno y que el verdadero
dialéctico debe dejar tras sí, igual que la apariencia sensible de las cosas.
El puro pensar las ideas, la diánoia, es, en su calidad de diálogo del
alma consigo misma, mudo. El logos es
el caudal que partiendo de este pensar fluye resonando desde la boca: es claro
que la sensorialización fónica no puede pretender para sí ningún significado de
verdad propio. Indudablemente Platón no reflexiona sobre el hecho de que
la realización del pensamiento, concebida como diálogo del alma, implica a su
vez una vinculación al lenguaje; y si en la séptima carta se expresa aún algo
de esto, esta referencia se da sin embargo en el contexto de la dialéctica del
conocimiento, esto es, de la orientación de todo el movimiento del conocer
hacia lo uno. Aunque aquí se reconozca fundamentalmente la vinculación
lingüística, ésta no aparece sin embargo en su verdadero significado: sólo es
uno de los momentos del conocimiento, y todos ellos se manifiestan en su
provisionalidad dialéctica en cuanto se mira a la cosa misma hacia lo que se
orienta el conocimiento. Hay que concluir pues que el descubrimiento de las ideas
por Platón oculta la esencia del lenguaje aún más de lo que lo hicieron los-
teóricos sofísticos, que desarrollaron su propio arte en el uso y abuso del
lenguaje.
En cualquier caso, allí donde Platón supera
el nivel de discusión del Cratilo y apunta a su propia dialéctica,
tampoco encontramos otra relación con el lenguaje que la que ya se discutió a
este nivel: herramienta, y copia y producción y enjuiciamiento de la misma
desde el modelo original, desde las cosas mismas. Por lo tanto, aun cuando no
reconoce al ámbito de las palabras una función cognitiva autónoma, y
precisamente cuando exige la superación de este ámbito, retiene el horizonte en
el que se plantea la cuestión de la «corrección» de los nombres. Incluso cuando
no quiere saber nada de una corrección natural de éstos (como en el contexto de
la séptima carta), sigue manteniendo como baremo una relación de semejanza:
copia y modelo siguen siendo para él el modelo metafísico por el que se piensa
toda relación con lo noético. El verdadero ser de las ideas es copiado, en su
medio, tan correctamente por el arte del artesano como por el del demiurgo
divino, el del orador o el del filósofo dialéctico. Siempre existe una cierta
distancia aunque el verdadero dialéctico logra para sí mismo superar esta
distancia. El elemento del verdadero discurso sigue siendo la palabra, la
misma palabra en la que la verdad se oculta hasta lo irreconocible y aun hasta
su completa anulación.
Si desde este trasfondo nos acercamos ahora
a la disputa «sobre la corrección de los nombres» tal como se desarrolla en el Cratilo,
las teorías que salen a debate en él ganarán de pronto un interés que va mucho
más allá de Platón y de su propia intención. Pues las dos teorías que el
Sócrates platónico reduce al fracaso no aparecen ponderadas en todo el peso de
su verdad. La teoría «convencionalista» reconduce la «corrección» de las
palabras a un acto de imposición de nombres que es como bautizar a las cosas
con un nombre. Para esta teoría el nombre no entraña la menor pretensión de
conocimiento objetivo; pero Sócrates arrolla al defensor de esta sobria
perspectiva en la medida en que, partiendo de la diferencia entre logos
verdadero y logos falso, le hace admitir que también los componentes del logos,
las palabras son verdaderas o falsas, y que .por lo tanto también el nombrar,
como una parte del hablar, se refiere al desvelamiento del ser que se produce
en el hablar.
Esta es una afirmación tan incompatible con la tesis convencionalista que ya no
es difícil deducir desde aquí a la inversa una «naturaleza» que sirviese de
baremo tanto para los nombres verdaderos como para su correcta imposición. El propio
Sócrates reconocerá que esta comprensión de la «corrección» de los nombres
conduce a un verdadero delirio etimológico y a las consecuencias más absurdas.
No es menos peculiar el tratamiento de que
se hace objeto a la tesis contraria, la de que las palabras son por naturaleza.
Podría esperarse que esta contrateoría fuera refutada a su vez por el descubrimiento
de que la conclusión sobre la verdad de las palabras a partir de la del
discurso, de la que derivaba esta posición (en el «Sofista» aparece una
corrección de este defecto), es defectuosa; pero tampoco esta expectativa se
cumple. Al contrario, todo el desarrollo se mantiene en el marco de los
presupuestos de principio de la teoría «natural», sobre todo el principio de la
similitud, y sólo resuelve éste' a través de una restricción progresiva: si la
«corrección» de los nombres debe reposar sobre la invención correcta de los
mismos, esto es, sobre la invención adecuada a las cosas, entonces caben grados
de corrección, como ocurre también con la adecuación. Y si lo un poco correcto
logra copiar la cosa siquiera en sus contornos, esto puede bastar para que sea
utilizable.
Sin, embargo hay que ser todavía un poco más generoso: una palabra puede entenderse
por hábito o convención aunque contenga sonidos que no posean la menor
similitud con la cosa, con lo que todo el principio de la similitud se tambalea
y acaba refutándose con ejemplos como el de las palabras que designan números.
En éstas no puede tener lugar la menor similitud porque los números no
pertenecen al mundo sensible y móvil, de manera que para ellos sólo sería
plausible el principio de la convención.
La renuncia a la teoría de «physei»
aparece revestida de un carácter sorprendentemente conciliador, pues se hace
intervenir al principio de la convención, como complementario, allí donde el de
la similitud fracasa. Platón parece opinar que el principio de la similitud es razonable,
aunque en su aplicación conviene proceder de una manera muy liberal. La
convención, que aparece en el uso lingüístico práctico y que es la única que
determina la corrección de las palabras, puede servirse en lo posible del
principio de similitud, pero no está atada a él.
Es una posición muy moderada, pero que encierra el presupuesto básico de que
las palabras no poseen un verdadero significado cognitivo; es un resultado que
va más allá de la esfera de las palabras y de la cuestión de su corrección y
que apunta al conocimiento de las cosas, que es evidentemente lo único que
interesa a Platón.
No obstante lo cual, la argumentación
socrática contra Cratilo, en la medida en que se mantiene fiel al
esquema de la invención e imposición de los nombres, plasma una serie de
perspectivas que no están en condiciones de imponerse. El que la palabra sea un
instrumento que se organice para el trato docente y diferenciador con las
cosas, por lo tanto que sea un ente que pueda adecuarse y corresponder más o
menos a su propio ser, fija la cuestión de la esencia de las palabras de una
manera que no carece de problemas. El trato con las cosas del que se habla aquí
es el desvelamiento de la cosa a la que se hace referencia. La palabra es
correcta cuando representa a la cosa, esto es, cuando es una representación
(mímesis). Naturalmente, no se trata de una representación imitadora en el
sentido de una copia inmediata que reprodujera el fenómeno audible y visible,
sino que es el ser (ousía), aquello que se honra con la designación de «ser»,
lo que tiene que ser desvelado por la palabra. Pero entonces hay que
preguntarse si los conceptos que se emplean para ello en la conversación, los
del míméma o del deloma entendido como mímema, son
correctos.
El
que la palabra que nombra a un objeto lo nombre como el que es porque posee por
sí misma el significado por el que se designa tal referencia, no implica
necesariamente una relación de copia. Con toda seguridad es propio de la
esencia del mímema el que a través de
él se represente también algo distinto de lo que ello mismo representa. La mera
imitación, el «ser como», contiene pues, siempre, la posibilidad de insertar la
reflexión sobre la distancia óntica entre la imitación y su modelo. Sin
embargo, la palabra nombra a la cosa de una manera demasiado íntima o
espiritual como para que se dé en ella una distancia respecto a la similitud,
un copiar más o menos correcto. Cratilo tiene toda la razón cuando se
pronuncia contra ello. La tiene también cuando dice que en tanto una palabra
sea palabra tiene que ser «correcta», correctamente «existente». Si no lo es,
si no tiene significado, no difiere en nada del sonido que produce el bronce al
ser golpeado.
No tiene el menor sentido hablar en este caso de falsedad.
Por supuesto
que también puede ocurrir que no se llame a alguien por su nombre correcto
porque se le ha confundido con otro, o que se emplee para una cosa algo que no
es la «palabra correcta», porque no se conoce ésta. Pero entonces lo que es
incorrecto no es la palabra sino su empleo. Sólo en apariencia se refiere a la
cosa para la que se usa. En realidad es la palabra adecuada para otra cosa
distinta, y para ésta sí es correcta. El que aprende una lengua extranjera e
intenta fijar el vocabulario, esto es, el significado de las palabras que le
son desconocidas, presupone siempre que éstas poseen un verdadero significado,
el que el diccionario extrae y proporciona a partir del uso lingüístico. Podrán
confundirse estas significaciones, pero esto no significará sino que se emplean
mal palabras «correctas». En consecuencia tiene sentido hablar de una perfección
absoluta de la palabra, puesto que entre su apariencia sensible y su
significado no existe relación sensible ni en consecuencia distancia. Tampoco Cratilo
hubiera tenido motivo para dejarse someter de nuevo al yugo del esquema del
signo como copia. Para la copia vale efectivamente que, sin ser mera
duplicación del original, se parece a él, y que por lo tanto es algo que es
también otra cosa y que apunta a esto otro que representa en virtud de su
similitud imperfecta. Sin embargo, para la relación de la palabra con su
significado esto no tiene evidentemente validez alguna. En este sentido, cuando
Sócrates reconoce a las palabras, a diferencia de las pinturas (Ceba), no sólo
que son correctas sino también que son verdaderas,
es como si se abriera de repente una verdad completamente oculta. Por supuesto
que la «verdad» de la palabra no estriba en su corrección, en su correcta adecuación
a la cosa, sino en su perfecta espiritualidad, esto es, en el hacerse patente
el sentido de la palabra en su sonido. En este sentido todas las palabras «son»
verdaderas, esto es, su ser se abre en su significado, en tanto que una copia
sólo es más o menos parecida, y en consecuencia, medida según el aspecto del
original, sólo es más o menos correcta.
Pero como
ocurre siempre en Platón, también aquí la ceguera de Sócrates frente a lo que
refuta tiene su razón de ser. Cratilo mismo no ve del todo claro que el
significado de las palabras no es idéntico a las cosas a las que se refiere,
como tampoco, y esta es la base de la tácita superioridad del Sócrates
platónico, que el logos, el decir y hablar así como la patentización de las
cosas que tiene lugar en ellos, es algo distinto de la referencia de los
significados inscritos en las palabras, y que es aquí donde estriba la
verdadera posibilidad del lenguaje de Comunicar lo correcto y verdadero. El
abuso sofístico del lenguaje procede justamente de la ignorancia de esta
genuina posibilidad de verdad que contiene el habla (y a la que corresponde
como posibilidad contraria la de la falsedad esencial). Cuando el logos se entiende
como representación de una cosa, como su puesta al descubierto, sin
distinguir esta función veritativa del habla respecto al carácter significativo
de las palabras, se abre una posibilidad de error que es propia del lenguaje.
Es entonces cuando cabe creer que la cosa se posee con la palabra. Ateniéndose
a la palabra se estaría pues sobre el camino legítimo del conocimiento. Sólo
que entonces vale también lo inverso: allí donde hay conocimiento, la verdad
del habla tiene que componerse de la verdad de las palabras coma sus elementos;
y así como se presupone la «corrección» de estas palabras, es decir, su adecuación
natural a las cosas nombradas por ellas, estará permitido también interpretar
los, elementos de estas palabras, las letras, desde su función de ser copia de
las cosas. Esta es la consecuencia hacia la que Sócrates acorrala a su
interlocutor.
Sin embargo,
en todo este contexto se desconoce que la verdad de las cosas está puesta en el
habla, lo que significa en último término que estriba en la referencia a una
idea unitaria sobre las cosas y no en las diversas palabras, ni siquiera en el
acervo léxico completo de una lengua. Este desconocimiento es el que permite a
Sócrates refutar los argumentos de Cratilo, que por otra parte son muy certeros
en los que concierne a la verdad de la palabra, esto es, a su capacidad de significar.
Frente a él Sócrates alega el uso de las palabras, el habla, el logos con su
capacidad de ser verdadero o falso. El nombre o la palabra parecen ser
verdaderos o falsos, en tanto en cuanto se usen verdadera o falsamente, esto
es, en cuanto se asignen correcta o incorrectamente a lo que es. Sin embargo,
esta asignación ya no afecta a la palabra sino que es logos, y encuentra su
expresión adecuada en tal logos. Por ejemplo, llamar a alguien «Sócrates»
quiere decir que ese hombre se llama Sócrates.
Esta
asignación, a la que conviene el carácter de logos, es pues, mucho más que la
mera correspondencia de palabras y cosas, tal como en último extremo se
correspondería con la teoría eleática del ser y como se presupone en la teoría
del lenguaje como copia. Precisamente porque la verdad que contiene el logos no
es la de la mera percepción, no es un mero dejar aparecer el ser, sino que
coloca al ser siempre en una determinada perspectiva, reconociéndolo o atribuyéndole
algo, el portador de la verdad, y consecuentemente también de su contrario,
no es la palabra sino el logos. De ello se sigue también necesariamente que a
esta estructura de relaciones en la que el logos articula e interpreta las
cosas le es enteramente secundaria su proposición real y en consecuencia su
vinculación al lenguaje. Se comprende que el verdadero paradigma de lo noético no
es la palabra sino el número, cuya designación es obviamente pura convención
y cuya «exactitud» consiste en que cada número se define por su posición en la
serie y es en consecuencia un puro constructo de la inteligibilidad, un ens
rationis, no en el sentido de una validez óntica aminorada, sino en el de
su perfecta racionalidad. Este es el verdadero resultado al que está referido
el Cratilo, y cuyas consecuencias son tan amplias que determinan en
realidad todo el pensamiento ulterior sobre el lenguaje.
Si el ámbito
del logos representa el de lo noético en la pluralidad de sus asignaciones, la palabra
se convierte, igual que el número, en mero signo de un ser bien
definido y en consecuencia sabido de antemano. Con ello el planteamiento se
invierte desde su principio. Ahora ya no se pregunta por el ser o el carácter
de medio de la palabra partiendo de la cosa, sino que partiendo del medio que
es la palabra se pregunta qué es lo que proporciona a aquél que lo usa y cómo
lo hace. La esencia del signo es que tiene su ser en la función de su
empleo, y que su aptitud consiste únicamente en ser un indicador. Por eso tiene
que destacarse en ésta su función respecto al contexto en el que se halla y en
el que ha de ser tomado como signo, con el fin de cancelar su propio ser una
cosa y abrirse (desaparecer) en su significado: es la abstracción del hecho mismo
de indicar.
Por lo
tanto, el signo no es algo que imponga un contenido propio. Ni siquiera
necesita tener algún parecido con lo que indica; si lo tuviera habría de ser
puramente esquemático. Pero esto quiere decir que todo -su contenido propio
visible está reducido al mínimo que puede requerir su función indicadora.
Cuanto más inequívoca es la designación a través de una cosa que es un signo,
el signo será tanto más puro, se agotará tanto más en su consideración como
tal. Los signos escritos, por ejemplo, se asignan a determinadas identidades
fónicas, los signos numéricos a determinados números, y .son los signos más
espirituales porque su asignación es total en el sentido de que los agota por
entero. Una señal, un distintivo, un aviso, una indicación, etc.
sólo son espirituales en cuanto que se toman como signos, esto es, en cuanto
que se abstrae todo lo que no sea su función indicadora. La existencia del
signo es sólo su adherencia a algo distinto que en calidad de cosa signo es al
mismo tiempo algo por sí mismo y tiene su propio significado, un significado
distinto del que tiene como signo. En tal caso se afirma que el significado
como signo sólo con viene al signo en su relación con un sujeto receptor del
signo: «no tiene su significado absoluto en sí mismo, esto es, en él la
naturaleza esta cancelada»;'sigue
siendo un ente inmediato (tiene su existencia en su relación con otros entes, e
incluso los signos escritos pueden tener, por ejemplo, un valor decorativo en
un conjunto ornamental), y de hecho sólo en virtud de su ser inmediato puede
ser al mismo tiempo un indicador, algo ideal. La diferencia entre su ser y su
significado es absoluta.
La cosa se
plantea de otro modo en el caso del extremo opuesto que interviene en la
determinación de la palabra: la copia. También la copia contiene esta
misma contradicción entre su ser y su significado, pero en forma tal que la
contradicción queda superada en ella misma,, justamente en virtud del parecido
que ella misma contiene. Su función indicadora o representadora la obtiene no del
sujeto que percibe el signo sino de su propio contenido objetivo. No es un mero
signo, pues en ella está representado, hecho permanente y actual, el original
mismo. Por eso puede juzgársela por el grado de semejanza, esto es, por la medida
en que permite que en ella se haga actual lo que no está presente.
El Cratilo
desvirtúa hasta sus mismas raíces una pregunta por lo demás justificada, la
de si la palabra no es más que un «signo puro» o si contiene algo de «imagen».
En la medida en que en él se reduce al absurdo la tesis de que la palabra sea
una copia, la única posibilidad que parece quedar es la de que es un signo. De
hecho, éste es el resultado de la discusión negativa del Cratilo, aunque
no aparezca de una manera netamente diferenciada; se confirma con el
desplazamiento del conocimiento a la esfera inteligible, de manera que a partir
de ese momento toda la reflexión sobre el lenguaje se monta no ya sobre el concepto
de la imagen sino sobre el del signo. Esto no es sólo un cambio terminológico
sino que expresa una decisión que hizo época entorno al pensamiento de lo que
es el lenguaje.
El que el verdadero ser de las cosas deba investigarse «sin los nombres» quiere
decir que en el ser propio de las palabras como tales no existe acceso alguno a
la verdad, por mucho que cualquier buscar, preguntar, responder, enseñar y
distinguir esté obligado a realizarse con los medios lingüísticos. Con esto
queda dicho también qué el pensamiento llega a eximirse a sí mismo del ser de las
palabras —tomándolas como simples signos que dirigen la atención hacia lo
designado, la idea, la cosa—, que la palabra queda en una relación enteramente
secundaria con la cosa. Es un simple instrumento de la comunión, que extrae y
presenta lo mentado en el medio de la voz. Y está en la consecuencia de todo
ello el que un sistema ideal de signos, cuyo sentido fuese la asignación unívoca
de todos los signos, desenmascararía la fuerza de las palabras, el marco de
variación de lo contingente inscrito en las lenguas históricas concretas, .como
mera distorsión de su utilidad. Lo que aquí se anuncia es el ideal de una characteristica
universalis.
La desconexión de cuanto «es» el lenguaje
más allá de su funcionamiento ideológico corno mero signo, esto es, la auto
superación del lenguaje en un sistema de símbolos artificiales definidos unívocamente,
este ideal de la Ilustración de los siglos XVIII y XX, representaría al mismo
tiempo el lenguaje ideal porque le respondería el todo de lo cognoscible, el
ser como la objetividad absolutamente disponible. Ni siquiera valdría la
objeción fundamental de que no se puede pensar un lenguaje matemático de
signos, con independencia de un lenguaje que introduzca las correspondientes
convenciones. Este problema de un «metalenguaje» será irresoluble porque
encierra un proceso iterativo; sin embargo, la inagotabilidad de este proceso
no dice nada en contra del reconocimiento básico del ideal al que se acerca.
Hay que admitir, también, que cualquier
acuñación de una terminología científica, por compartido que sea el uso de la
misma, representa una fase de este proceso. ¿Pues qué es en realidad un término?
Una palabra cuyo significado está delimitado unívocamente en cuanto que se
refiere a un concepto definido. Un término siempre es algo artificial, bien
porque la palabra misma está formada artificialmente, bien —lo que es más
frecuente— porque una palabra usual es extraída de toda la plenitud y anchura
de sus relaciones de significado y fijada a un determinado sentido conceptual.
Frente a la vida del significado de las palabras en el lenguaje hablado, sobre
el que Wilhelm Von Humboldt
muestra con toda razón que le es esencial un cierto margen de variación, el
término es una palabra rígida, y el uso terminológico de una palabra es un acto
de violencia contra el lenguaje. Sin embargo, y a diferencia del lenguaje
puramente simbólico del cálculo lógico, el uso de una terminología sigue integrado
en el hablar una lengua (aunque frecuentemente bajo la forma de un
extranjerismo). No existe ningún habla puramente terminológica, y hasta las
expresiones artificiales más artificiosas y contrarias a la lengua (buen
ejemplo de ello son todas las expresiones construidas en el marco de la
publicidad moderna) acaban siempre volviendo a la vida del lenguaje. Una
confirmación indirecta de esto es el hecho de que a veces una determinada'
distinción terminológica no logra imponerse y >se ve constantemente
desautorizada por el uso lingüístico normal. Esto quiere decir con toda
evidencia que tiene que plegarse a las exigencias del lenguaje. Recuérdese, por
ejemplo, la impotencia de la pedantería escolar con la que se desprestigió el
uso de «trascendental» por «trascendente» por parte del neokantismo, o en el uso
de «ideología» en sentido dogmático-positivo, que ha acabado por imponerse en
contra de todo su carácter originariamente polémico e instrumentalista. También
como intérprete de textos científicos tiene uno que contar normalmente con esta
coexistencia de un uso terminológico y un uso corriente de una palabra.
Los intérpretes modernos de los textos clásicos se inclinan muchas veces a
desatender la importancia de este problema, porque el concepto resulta más artificial
y por lo tanto más fijado en su moderno uso científico que en la antigüedad, en
la que todavía se conocían pocos extranjerismos y términos inventados.
Sólo el simbolismo matemático estaría en
condiciones de hacer posible una superación fundamental de la contingencia de
las lenguas históricas y de la indeterminación de sus conceptos: a partir del
arte combinatorio de un sistema de signos de este tipo podrían ganarse verdades
nuevas dotadas de certeza matemática (ésta era la idea de Leibniz), pues el
ordo reproducido por un sistema de signos de esta clase tendría algún correlato
en todas las lenguas.
Es bastante claro que esta pretensión de la characteristica universalis de
ser una ars inveniendi, como lo plantea Leibniz, reposa precisamente
sobre el carácter artificial de su simbolismo: él es el que hace posible
calcular en el sentido de hallar relaciones a partir de las regularidades
formales de las leyes combinatorias, y hacerlo independientemente de que la experiencia
nos conduzca o no a nexos correspondientes entre las cosas. Adelantándose así
con el pensamiento hacia el reino de las posibilidades, la razón pensante
accede a su perfección absoluta. Para la razón humana no hay mayor adecuación
del conocimiento que la notitia numerorum,
y todo cálculo procede según los esquemas de ésta. Sin embargo debe
considerarse como generalmente válido que la imperfección del hombre no permite
un conocimiento adecuado a priori, y que en consecuencia la experiencia es
imprescindible. El conocimiento no se hace claro y distinto a través de estos símbolos
porque el símbolo no significa una forma conspicua de estar dado, este
conocimiento es «ciego» en la medida en que el símbolo aparece en el lugar de
un verdadero conocimiento y muestra tan sólo la posibilidad de que éste llegue
a producirse.
El ideal de lenguaje que persigue Leibniz
es, pues, un «lenguaje» de la razón, una analysis notionum que,
partiendo de los «primeros» conceptos, desarrollaría todo el sistema de los
conceptos verdaderos y reproduciría el todo de lo que es, lo que se
correspondería con la razón divina.
La creación del mundo como el cálculo de Dios, que elucida la mejor de entre
las posibilidades del ser, sería reproducida de este modo por el espíritu
humano.
En realidad este ideal hace patente que el
lenguaje es algo más que un mero sistema de signos para designar el conjunto de
lo objetivo. La palabra no es sólo signo. En algún sentido difícil de precisar
es también algo así como una copia. Basta pensar en la posibilidad extrema
contraria de un lenguaje puramente artificial para reconocer en esta teoría
arcaica del lenguaje a pesar de todo una cierta cantidad de razón. De un modo
enigmático la palabra muestra una cierta vinculación con lo «copiado», una
pertenencia | su ser. Y esto debe pensarse de una manera fundamental, no bajo
la idea de que en la formación del lenguaje la relación mimética tenga alguna
participación. Pues esto no admite discusión. Va Platón había pensado claramente
en este sentido mediador, y la investigación lingüística sigue haciéndolo ahora
cuando atribuye una cierta función a la onomatopeya en la historia de las
palabras. En esta manera de pensar, el lenguaje se imagina enteramente al
margen del ser pensado, como un instrumental de la subjetividad; esto quiere
decir que se sigue una dirección abstractiva en cuyo término se encuentra la
construcción racional de un lenguaje artificial.
Mi
impresión es que con esto nos estamos moviendo en una dirección que nos aparta
de la esencia del lenguaje. La lingüisticidad es tan totalmente inherente al
pensar de las cosas que resulta una abstracción pensar el sistema de las
verdades como un sistema previo de
posibilidades del ser, al que habrían de asignarse los signos que utiliza un
sujeto cuando echa mano de ellos. La palabra lingüística no es un signo del que
se echa mano, pero tampoco es un signo que uno hace o da a otro; no es una cosa
dotada de un ser propio, que se pueda recibir y cargar con la idealidad del significar
con el fin de hacer así visible un ente distinto. Esto es falso por los dos
lados. La idealidad del significado está en la palabra misma; ella es siempre
ya significado. Sin embargo, esto no quiere decir por otra parte que la palabra
preceda a toda experiencia de lo que es y se añada exteriormente a experiencias
ya hechas, sometiéndolas a sí. No es que la experiencia ocurra en principio sin
palabras y se convierta secundariamente en objeto de reflexión en virtud de la designación,
por ejemplo, subsumiéndose bajo la generalidad de la palabra. Al contrario, es
parte de la experiencia' misma el buscar y encontrar las palabras que la
expresen. Uno busca la palabra adecuada, esto es, la palabra que realmente
pertenezca a la cosa, de manera que ésta adquiera así la palabra. Aunque
mantengamos que esto no implica una simple relación de copia, sigue siendo
verdad que la palabra pertenece a la cosa por lo menos hasta el extremo de que
no se le asigna a posteriori como signo. El análisis aristotélico que hemos presentado
antes sobre la formación de los conceptos por inducción, nos ofrece un
testimonio indirecto de ello. Aristóteles mismo no pone expresamente la
formación de los conceptos en relación con el problema de la formación de las
palabras y el aprendizaje del lenguaje, pero Themistio no tiene dificultad en
ejemplificar aquélla en su propia paráfrasis con el aprendizaje del lenguaje por los
niños. Tan dentro del logos está el lenguaje.
Si la
filosofía griega se obstina en no percibir esta relación entre palabra y cosa,
entre hablar y pensar, el motivo es que el pensamiento tenía que defenderse de
la angostura de la relación entre palabra y cosa dentro de la que vive el
hombre hablante. El dominio de esta lengua, «la más hablable de todas»
(Nietzsche), sobre el pensamiento era tan intenso que la filosofía hubo de
dedicar su más propio empeño a la tarea de liberarse de él. Por eso los
filósofos griegos combaten desde el principio la corrupción y extravío del
pensamiento en el «onoma» se mantienen
frente a ello en la idealidad que el mismo lenguaje realiza continuamente. Esto
vale ya para Parménides, que pensaba la verdad
de la cosa partiendo del logos, y vale desde luego a
partir del giro platónico hacia los «discursos», seguido también por la
orientación aristotélica de las formas del ser según las formas de la
enunciación. Como el logos se consideraba aquí determinado por su
orientación hacia el eidos, el ser propio del lenguaje sólo podía pensarse como
extravío, y el pensamiento tenía que esforzarse en conjurarlo y dominarlo. La
crítica de la corrección de los nombres, realizada en el Cratilo, representa
el primer paso en una dirección que desembocaría en la moderna teoría instrumentalista
del lenguaje y en el ideal de un sistema de signos de la razón. Comprimido
entre la imagen y el signo, el ser del lenguaje no podía sino resultar nivelado
en su puro ser signo.
Hay, sin
embargo, una idea que no es griega y que hace más justicia al ser del lenguaje;
a ella se debe que el olvido del lenguaje por el pensamiento occidental no se
hiciera total. Es la idea cristiana de la encarnación. Encarnación no es
evidentemente corporalización. Ni la idea del alma ni la idea de Dios
vinculadas a esta corporalización responden al concepto cristiano de la
encarnación. La relación entre alma y cuerpo, implicada en este tipo de
teorías, como ocurre, por ejemplo, en la filosofía platónico-pitagórica y a la que
responde la idea religiosa de la trasmigración de las almas, implica la
completa alteridad de alma y cuerpo. El alma retiene en todas sus corporalizaciones
su ser para sí, y su liberación del cuerpo es para ella purificación, esto es,
reconstrucción de su ser verdadero y auténtico. Tampoco la manifestación de lo
divino en forma humana, que hace tan humana a la religión griega tiene nada que
ver con la encarnación. No es que Dios se haga hombre, sino que se muestra a
los hombres en forma humana manteniendo al mismo tiempo por entero toda su divinidad
suprahumana. En cambio, el Dios hecho hombre, que enseña la religión cristiana,
implica el sacrificio que asume el crucificado como hijo del hombre, e implica
con ello una relación misteriosamente distinta cuya interpretación teológica
tiene lugar en la doctrina de la trinidad.
Merece la
pena que nos atengamos ahora a este punto nuclear del pensamiento cristiano,
porque también para él la encarnación está relacionada, de forma muy estrecha,
con el problema de la palabra. Ya desde los padres de la iglesia, y desde luego
en la elaboración sistemática del agustinismo de la alta escolástica, la
interpretación del misterio de la trinidad -la tarea más importante que
se plantea al pensamiento del medievo cristiano— se apoya en la relación humana
de hablar y pensar. Con ello, la dogmática sigue sobre todo al prólogo del
evangelio de Juan, y por mucho que los medios conceptuales con los que se
intenta resolver este problema teológico sean de cuño griego, el pensamiento
filosófico gana a través de ellos una dimensión que estaba vedada al
pensamiento griego. Cuando el verbo se hace carne, y sólo en esta encarnación
se cumple la realidad del espíritu, el logos se libera con ello al mismo tiempo
de una espiritualidad que significa simultáneamente su potencialidad cósmica.
El carácter único del suceso de la redención introduce en el pensamiento
occidental la incorporación de la esencia histórica y permite también que el fenómeno
del lenguaje emerja de su inmersión en la idealidad del sentido y se ofrezca a
la reflexión filosófica. Pues a diferencia del logos griego, la palabra es
ahora puro suceder (verbum proprie dicitur personaliter tantum).
Por supuesto
que con esto el lenguaje humano sólo se erige indirectamente en objeto de la
reflexión. Pues se trata tan sólo de que a través de la contraimagen de la
palabra humana aparezca el problema teológico de la palabra, el verbum dei, que
es la unidad de Dios Padre y Dios Hijo. Pero para nosotros lo importante es
precisamente esto, que el misterio de esta unidad tenga su reflejo en el
fenómeno del lenguaje.
Ya el modo
como la especulación teológica sobre el misterio de la encarnación conecta en
la patrística con el pensamiento helenístico es muy significativo para la nueva
dimensión a la que apunta. Al principio se intentó hacer uso de la oposición
conceptual estoica entre logos exterior e interior.
Con esta distinción se pretendía destacar en origen el principio estoico del
mundo que era el logos respecto a la exterioridad del puro hablar por imitación.
Para la fe cristiana en la revelación es la dirección inversa la que adquiere
muy pronto un significado positivo. La analogía entre palabra interna y
externa, el que la palabra se haga sonido en la vox, obtiene ahora un valor paradigmático.
Por una
parte es sabido que la creación ocurre por la palabra de Dios. Los primeros
padres hablan desde muy pronto del milagro del lenguaje con el fin de hacer
pensable aquella idea tan poco griega que es la creación. En el prólogo de Juan
se describe desde la palabra la acción salvadora por excelencia, el envío del
Hijo, el misterio de la encarnación. La exégesis interpreta el volverse sonido
de la palabra como un milagro igual que el hacerse carne de Dios. El «volverse»
del que se habla en ambos casos no es un llegar a ser en el que algo se convierte
en otra cosa. No se trata ni de una escisión de lo uno respecto a lo otro, ni
de una disminución de la palabra interna por su salida a la exterioridad, ni
siquiera de un convertirse en otra cosa en forma tal que la palabra interna
quedase consumida en ella.
Desde los acercamientos más tempranos al pensamiento griego se reconoce ya esta
nueva dirección hacia la unidad misteriosa d« Padre e Hijo, de Espíritu y
palabra. Y cuando al fin se rechaza en la dogmática cristiana —con el rechazo
del subordinacionismo— la relación directa con la exteriorización, el que la
palabra se vuelva sonido, esta misma decisión hace necesario volver a iluminar
filosóficamente el misterio del lenguaje y su relación con el pensamiento. El
mayor milagro del lenguaje no estriba en que la palabra se haga carne y
aparezca en su ser externo, sino en el hecho de que lo que emerge y se
manifiesta en su exteriorización es ya siempre palabra- El que la palabra está
en Dios, y el que lo está desde toda la eternidad, es la doctrina triunfante de
la iglesia que acompaña al rechazo del subordinacionismo, y que permite que el
problema del lenguaje entre de lleno en la interioridad del pensamiento.
Ya Agustín
devalúa expresamente la palabra externa y con ella todo el problema de la
multiplicidad de las lenguas, si bien todavía trata de él.
La palabra externa, igual que la que sólo es reproducida interiormente, está
vinculada a una determinada lengua (lingua). El hecho de que el verbo se
diga en cada lengua de otra manera sólo significa sin embargo que a la lengua
humana no se le manifiesta en su verdadero ser. Con un desprecio enteramente
platónico de la manifestación sensible dice Agustín: non dicitur, sicuti
est, sed sicut potest videri audirive per corpus. La «verdadera» palabra,
el verbum cordis, es enteramente independiente de esta
manifestación. No es ni prolativum ni cogitativum in similitudine
soni. Esta palabra interna es, pues, el espejo y la imagen de la
palabra divina. Cuando Agustín y la escolástica tratan el problema del
verbo para ganar medios conceptuales para el misterio de la trinidad, su
tema es exclusivamente esta palabra interior, la palabra del corazón y
su relación con la intelligentia.
Lo que sale a la luz con ello es, pues, un
aspecto muy determinado del lenguaje. El misterio de la trinidad encuentra su
reflejo en el milagro del lenguaje en cuanto que la palabra, que es verdad
porque dice cómo es la cosa, no es ni quiere ser nada por sí misma: nihil de
suo habens, sed totum de illa scientia de qua nascitur. Tiene su ser en su cualidad
de hacer patente lo demás. Pero, para el misterio de la trinidad vale
exactamente esto mismo. Tampoco en él importa la manifestación terrena del
redentor como tal, sino más bien toda su divinidad plena, su igualdad esencial
con Dios. La tarea teológica consiste en pensar esta igualdad esencial y a
pesar de todo la existencia personal autónoma de Cristo. A este efecto, se ofrece
la relación humana que se hace patente en la palabra del espíritu, el verbum
intellectus. Se trata de algo más que una simple imagen, ya que la relación
humana de pensamiento y lenguaje se corresponde, a pesar de su imperfección,
con la relación divina de la trinidad. La palabra interior del espíritu es tan esencialmente
igual al pensamiento como lo es Dios Hijo a Dios Padre.
Claro que entonces se plantea la cuestión
de si en este punto no se está explicando lo inexplicable con lo inexplicable.
¿Qué palabra puede ser ésa que se mantiene como conversación interior del pensamiento
y no gana una forma sonora? ¿Es que puede existir tal cosa? ¿Nuestro
pensamiento no se produce siempre en el cauce de una determinada lengua, y no
nos es claro que si se quiere hablar de verdad una lengua hay que pensar en
ella? Por mucho que recordemos la libertad que guarda nuestra razón frente a la
vinculación lingüística de nuestro pensamiento, bien inventando, y usando lenguajes
de signos artificiales, bien aprendiendo a traducir de una lengua a otra — un comienzo
que presupone al mismo tiempo la posibilidad de elevarse hasta el sentido de
referencia, por encima de la vinculación lingüística—, sin embargo, cualquiera
de estas maneras de elevarse es a su vez, como sabemos, lingüística. El
«lenguaje de la razón» no es por sí mismo un lenguaje. ¿Y qué sentido tiene
entonces hablar, frente al carácter insuperable de nuestra vinculación
lingüística, de una «palabra interior» que se hablaría en el lenguaje puro de
la razón? ¿Cómo reconocer la palabra de la razón (reproduciendo aquí con
«razón» el intellectus) como una verdadera «palabra» si no ha de ser una
palabra que suene realmente, ni siquiera, el phantasma de una de estas, sino
lo designado por ella con un signo, en consecuencia la referencia o lo pensado
mismo?
En la medida en que la doctrina de una
palabra interior debe soportar con su analogía la interpretación teológica de
la trinidad, la pregunta teológica como tal no nos será aquí de mayor ayuda. Tendremos
que volvernos a la cosa misma, preguntar qué puede ser esta «palabra interior».
No puede ser simplemente el logos griego, la conversación del alma consigo
misma. Ya el hecho de que logos se traduzca tanto por ratio como
por verbum apunta a que el fenómeno lingüístico adquiere en la
elaboración escolástica de la metafísica griega mucha más validez de la que
tuvo entre los griegos mismos.
La dificultad particular que supone hacer
fecundo el pensamiento escolástico para nuestro planteamiento consiste en que
la comprensión cristiana de la palabra tal como la encontramos en la
patrística, en parte como herencia y en parte como tras-formación de ideas de
la antigüedad (ardía, vuelve a acercarse al concepto del logos de la filosofía
griega clásica a partir de la recepción de la filosofía aristotélica por la
alta escolástica. Santo Tomás, por ejemplo, elabora una mediación sistemática
de la doctrina cristiana desarrollada a partir del prólogo del evangelio de Juan
con el pensamiento de Aristóteles.
Es significativo que en él apenas se hable ya de la multiplicidad de las lenguas,
a la que todavía atiende Agustín, aunque acabe por desconectarla en favor de la
«palabra interior». Para él la doctrina de la «palabra interior» es el
presupuesto lógico y natural bajo el que desarrolla el nexo de forma y verbum.
A pesar de lo cual tampoco en Tomás
coinciden por completo los conceptos de logos y verbum. Es verdad
que la palabra no es el suceso mismo del pronunciador, esa entrega
irrecuperable del propio pensamiento a otro; sin embargo, el carácter óntico de
la palabra es también un suceder. La palabra interior queda referida a la
posibilidad de exteriorizarse. El contenido objetivo tal como es concebido por
el intelecto está ordenado hacia su conversión en sonido (similitudo rei
concepta in intellectu et ordinata ad manifestationem vel ad se vel ad
al-terum). En consecuencia, la palabra interior no está referida con toda
seguridad a una lengua determinada, ni reviste el mismo carácter que las
palabras que uno tiene confusamente en la mente según le van llegando desde la memoria,
sino que es el contenido objetivo pensado hasta el final (forma excogítala).
Y en cuanto que se trata de un pensar hasta
el final es forzoso reconocer en él un momento procesual: se comporta per
modum egredientis. Claro que no es manifestación sino pensar, pero
lo que se alcanza en este decirse a sí mismo es la perfección del pensar. La
palabra interior, en cuanto que expresa el pensar, reproduce al mismo tiempo la
finitud de nuestro entendimiento discursivo. Como nuestro entendimiento no está
en condiciones de abarcar en una sola ojeada del pensar todo lo que sabe, no
tiene más remedio que producir desde sí mismo en cada caso lo que piensa, y
ponerlo ante sí en una especie de propia declaración interna. En este sentido
todo pensar es un decirse.
Pues bien, es seguro que la filosofía del
logos griego conocía también este hecho. Platón describe el pensamiento como
una conversación i n t e r i o r del alma consigo misma,
y la infinitud del esfuerzo dialéctico que se exige al filósofo es la expresión
de la discursividad de nuestro entendimiento finito.Y en el fondo, por mucho
que Platón exigiese el «pensar puro», él mismo no deja de reconocer constantemente
que para el pensamiento de las cosas no se puede prescindir del medio de onoma
y logos. Pero si la doctrina de la palabra interior no quiere decir
otra cosa que la discursividad del pensar y el hablar humano, ¿cómo puede
entonces ser la «palabra» una analogía del proceso de las personas divinas de
que habla la doctrina de la trinidad? ¿No se opone a ello precisamente la
oposición entre intuición y discursividad? ¿Dónde está lo común entre uno y
otro «proceso»?
Es verdad que a la relación de las personas
divinas entre sí no debe convenirle temporalidad alguna. Sin embargó, la secuencialidad
que caracteriza a la discursividad del pensamiento humano tampoco es en realidad
una relación temporal. Cuando el pensamiento humano pasa de una cosa a otra,
piensa primero esto y luego lo otro, no se ve arrastrado al mismo tiempo de lo
uno a lo otro. No piensa primero lo uno y luego lo otro en el mero orden de
secuencialidad; esto significaría que se está trasformando constantemente. El
que piense lo uno y lo otro quiere decir más bien que sabe lo que hace con
ello, y esto significa que sabe vincular lo uno con lo otro. En consecuencia,
lo que tenemos ante nosotros no es una relación temporal sino un proceso
espiritual, una emanatio intellectuatis.
Con este concepto neoplatónico, Tomás
intenta describir tanto el carácter procesual de la palabra interior como el
misterio de la trinidad. De este modo se pone de relieve algo que no estaba
contenido en la filosofía platónica del logos. El concepto de la emanación
contiene en el neoplatonismo bastante más que lo que sería el fenómeno físico
del fluir como proceso de movimiento. Lo que se introduce es sobre todo la
imagen del manantial.
En el proceso de la emanación, aquello de lo que algo emana, lo uno, no es ni
despojado ni aminorado por el hecho de la emanación. Esto vale también para el
nacimiento del Hijo a partir del Padre, el cual no consume con ello nada de sí
mismo, sino que asume algo nuevo para sí. Vale también para el surgir
espiritual que se realiza en el proceso del pensar, del decirse. Este surgir es
al mismo tiempo un perfecto permanecer en sí. Si la relación divina de palabra
e intelecto puede ser descrita de manera que la palabra tenga su origen en el
intelecto, pero no parcialmente sino por entero (totaliter), del mismo modo
vale para nosotros que aquí una palabra surge totaliter de otra, lo que
significa que tienen su origen en el espíritu igual que la sucesión de la
conclusión desde las premisas (ut conclusio ex principiis). El proceso y
surgimiento del pensar no es, pues, un proceso de trasformación (motus), no
es una transición de la potencia al acto, sino un surgir ut actus ex actu: la
palabra no se forma una vez que se ha concluido el conocimiento, hablando en
términos escolásticos, una vez que la información del intelecto es cerrada por
la species, sino que es la realización misma del conocimiento. En esta
medida la palabra es simultánea con esta formación (formatio) del
intelecto.
De esta manera se comprende que la
generación de la palabra pudiera entenderse como una copia auténtica de la
trinidad. Se trata de una verdadera generatio, de un verdadero
alumbramiento, aunque por supuesto aquí no aparezca ninguna parte receptora
junto a la generadora. Precisamente este carácter intelectual de la generación
de la palabra es lo decisivo para su función de modelo teológico. Ciertamente,
hay algo común al proceso de las personas divinas y al del pensar.
Y sin embargo, a nosotros nos interesa
menos esta coincidencia que las diferencias entre la palabra divina y humana.
Teológicamente, esto es también completamente correcto. El misterio de la
trinidad, aún iluminado por la analogía con la palabra interior, tiene sin
embargo que resultar en último extremo incomprensible para el pensamiento humano.
Si en la palabra divina se expresa el todo del espíritu divino, el momento
procesual de esta palabra significa entonces algo respecto a lo que en el fondo
toda analogía nos tendrá que dejar en la estacada. En cuanto que, conociéndose
a sí mismo, el espíritu divino conoce al mismo tiempo todo cuanto es, la
palabra de Dios es la del espíritu que en una sola contemplación (intuitus) lo
contempla y crea todo. El surgimiento desaparece en la actualidad de la
omnisciencia divina. Tampoco la creación sería un proceso real sino que
interpretaría tan sólo la ordenación de la estructura del universo en el
esquema temporal. Si queremos comprender
de una manera más exacta el momento procesual de la palabra, que para nuestro
planteamiento del nexo de lingüisticidad y comprensión es el más importante, no
podremos quedarnos en la coincidencia con el problema teológico, sino que tendremos
que detenernos un poco en la imperfección del espíritu humano y en su
diferencia con lo divino. También aquí podemos seguir a Tomás cuando destaca
tres diferencias:
a)
En primer lugar, la palabra humana es potencial antes de actualizarse.
Es formable, pero no está formada. El proceso del pensar se inicia precisamente
porque algo se nos viene a las mientes desde la memoria. También esto es una
emanación, no implica que la memoria sea despojada o pierda algo. Sin embargo,
lo que se nos viene así a las mientes no es aún completo ni está pensado hasta
el final. Al contrario, es ahora cuando se emprende el verdadero movimiento del
pensar, en el que el espíritu se apresura de lo uno a lo otro, va de aquí para
allá, sopesa lo uno y lo otro y busca así la expresión completa de sus ideas
por el camino de la investigación (inqitisitio) y reflexión (cogitatio). La palabra completa se
forma, pues, primero en el pensamiento, y por lo tanto, se forma como una
herramienta, pero cuando emerge en la plena perfección del pensamiento,
entonces ya no se produce con ella nada nuevo. Es la cosa misma la que entonces
está presente en ella; en consecuencia, la palabra no es una herramienta en
sentido auténtico. Tomás encontró para esto una imagen espléndida: la palabra
es como un espejo en el que se ve la cosa; pero lo especial de este espejo es
que por ningún lado va más allá de la imagen de la cosa. En él no se refleja
nada más que esta cosa única, de manera que en el conjunto de sí mismo no hace
sino reproducir su imagen (similitudo). Lo grandioso de esta imagen es
que la palabra se concibe aquí como un reflejo perfecto de la cosa, como
expresión de la cosa, y queda atrás el camino del pensamiento al que en
realidad debe toda su existencia. En el espíritu divino no se da nada análogo.
b)
diferencia de la palabra divina, la humana es
esencialmente imperfecta. Ninguna palabra humana puede expresar nuestro
espíritu de una manera perfecta. Sin embargo, y como ya se apuntaba en la
imagen del espejo, esto no es la imperfección de la palabra como tal. La
palabra reproduce de hecho por completo acuello a lo que el espíritu se
refiere. De lo que aquí se trata es de la imperfección del espíritu humano, que
no posee jamás una autopresencia completa sino que está disperso en sus
referencias a esto o aquello. Y de esta su imperfección esencial se sigue que
la palabra humana no es como la palabra divina una sola y única, sino que tiene
que ser por necesidad muchas palabras distintas. La multiplicidad de las
palabras no significa, pues, en modo alguno que en cada palabra hubiera alguna
deficiencia que pudiera superarse, en cuanto que no expresa de manera perfecta
aquello a lo que el espíritu se refiere; al contrario, porque nuestro intelecto
es imperfecto, esto es, no se es enteramente presente a sí mismo en aquello que
sabe, tiene necesidad de muchas palabras. No sabe realmente lo que sabe.
c)
La tercera
diferencia está también en relación con esto. Mientras Dios expresa en la
palabra su naturaleza y sustancia de una manera perfecta y en una pura
actualidad, cada idea que pensamos y cada palabra en la que se cumple este
pensar es un mero accidente del espíritu. Es verdad que la palabra del
pensamiento humano se dirige hacia la cosa, pero no está capacitada para
contenerla en sí en su conjunto. De este modo el pensamiento hace el camino
hacia concepciones siempre nuevas, y en el fondo no es perfectible del todo en
ninguna. Su imperfectibilidad tiene como reverso el que constituye
positivamente la verdadera infinitud del espíritu, que en un proceso espiritual
siempre renovado va más allá de sí mismo y encuentra en ello la libertad para
proyectos siempre nuevos.
Resumiendo
ahora lo que puede sernos de utilidad en la teología del verbo, podemos retener
en primer lugar un punto de vista que apenas se ha hecho expreso en el
análisis precedente, y que tampoco llega a serlo apenas en el pensamiento
escolástico, no obstante ser de una importancia decisiva para el fenómeno
hermenéutico que nos interesa a nosotros. La unidad interna de pensar y
decirse, que se corresponde con el misterio trinitario de la encarnación,
encierra en sí que la palabra interior del espíritu no se forma por un
acto reflexivo. El que piensa o se dice algo, se refiere con ello a lo que piensa,
a la cosa. Cuando forma la palabra no se reorienta, pues, hacia su propio
pensad. La palabra es realmente; el producto del trabajo de su espíritu, liste
la forma en sí en cuanto que produce el pensamiento y lo piensa hasta el final.
Pero a diferencia de otros productos la palabra permanece enteramente en lo espiritual.
Esto es el motivo de la apariencia de que se trate de un comportamiento hacia
sí mismo, y de que el decirse sea una reflexión. En realidad no lo es. Pero en
esta estructura-del pensamiento tiene su fundamento el que el pensar pueda
volverse reflexivamente hacia sí mismo y objetivarse. La interioridad de la
palabra, en la que consiste la unidad íntima de pensar y hablar, es la causa de
que se ignore tan fácilmente el carácter directo e irreflexivo de la «palabra».
El que piensa, no pasa de lo uno a lo otro, del pensar al decirse. La palabra
no surge en un ámbito del espíritu, libre todavía del pensamiento (in
aliquo sui nado). De aquí procede la apariencia de que la formación de la
palabra tiene su origen en-un volverse hacia sí mismo del espíritu. La
realidad, en la formación de la palabra no opera reflexión alguna. La palabra
no expresa al espíritu sino a la cosa a la que se refiere. El punto de partida
de la formación de la palabra es el contenido objetivo mismo (la species) que
llena al e s p í r i t u. El pensamiento que busca su expresión no se refiere
al e s p í r i t u sino a la cosa. Por eso la palabra no es expresión del e s p
í r i t u sino que se dirige hacia la simililudo rei. La constelación
objetiva pensada (la species) y la palabra son lo que está tan íntimamente
unido. Su unidad es tan estrecha que la palabra no ocupa su lugar en el e s p í
r i t u como un segundón junto a la species, sino que es aquello en lo
que se lleva a término el conocimiento, donde la species es pensada por entero.
Tomás alude a que en el conocimiento la palabra es como la luz en laque se hace
visible el color.
Sin embargo,
hay una segunda cosa que puede enseñarnos este pensamiento escolástico.
La diferencia entre la unidad de la palabra divina y la multiplicidad de las
palabras humanas no agota la cuestión. Al contrario, unidad y multiplicidad
mantienen entre sí una relación fundamentalmente dialéctica. La dialéctica de
esta relación domina por entero la esencia de la palabra. Tampoco conviene
mantener este concepto de la multiplicidad alejado de la palabra divina. Es
verdad que la palabra divina es siempre una sola palabra, la que vino al mundo en
la forma del redentor, pero en cuanto que sigue siendo un acontecer —lo que es
verdad pese a todo rechazo de la subordinación como ya vimos —, sigue
existiendo una relación esencial entre la unidad de la palabra divina y su
manifestación en la iglesia. La proclamación de la salvación, el contenido del
mensaje cristiano, es a su vez un acontecer de naturaleza propia en el
sacramento y en la predicación, y tan sólo expresa aquello que ocurrió en el
acto redentor de Cristo. En esta medida sigue no siendo más que una palabra
única lo que se proclama una y otra vez en la predicación. Es evidente que en
su carácter de mensaje, hay ya una alusión a la multiplicidad de su difusión.
El sentido de la palabra no 'puede separarse del acontecer de esta> proclamación.
El carácter de acontecer forma parle del sentido mismo. Es como en una
maldición, que evidentemente no se puede separar de que la pronuncie alguien
contra alguien. Lo que se comprende en ella no es en ningún caso un sentido
lógico abstraído del enunciado, sino la maldición real que tiene lugar en ella.
Y lo mismo ocurre con la unidad y multiplicidad de la palabra que anuncia la
iglesia. La muerte de cruz y la resurrección de Cristo son el contenido del
mensaje de salvación que se predica en toda predicación. El Cristo resucitado y
el Cristo predicado son uno y el mismo. La moderna teología protestante ha desarrollado
con particular intensidad el carácter escatológico de la fe que reposa en esta
relación dialéctica.
A la
inversa, en la palabra humana se muestra bajo una nueva luz la relación
dialéctica de la multiplicidad de las palabras con la unidad de la palabra. Ya
Platón había reconocido que la palabra humana posee el carácter del discurso,
esto es, expresa la unidad de una referencia a través de la integración de una
multiplicidad de palabras, y había desarrollado en forma dialéctica esta
estructura del logos. Más tarde, Aristóteles descubre las estructuras lógicas
que constituyen la frase, el juicio, el nexo de frases o la conclusión. Pero
tampoco esto agota la cuestión. La unidad de la palabra que se auto-expone en
la multiplicidad de las palabras permite comprender también aquello que no se
agota en la estructura esencial de la lógica y que manifiesta el carácter de
acontecer propio del lenguaje: el proceso de la formación de los
conceptos.
Cuando el pensamiento escolástico desarrolla la doctrina del verbo no se
queda en pensar la conceptuación como copia de la ordenación de la esencia.
3. Lenguaje y formación de los conceptos
Todas las
diaíresis conceptuales en Platón, así como las definiciones aristotélicas,
confirman que la formación natural de los conceptos que acompaña
al lenguaje no sigue siempre el orden de la esencia, sino que realizaba muchas
veces la formación de las palabras en base a accidentes y relaciones. Sin
embargo, la primacía del orden lógico esencial, determinada por los conceptos
de sustancia y accidente, permite considerar la formación natural de los
conceptos en el lenguaje como una imperfección de nuestro espíritu finito. Sólo
porque únicamente conocemos accidentes, nos guiamos por ellos en la conceptuación.
Y sin embargo, aunque esto fuese correcto, de esta imperfección se seguiría una
ventaja peculiar —cosa que santo Tomás parece haber detectado correctamente —,
la libertad para una conceptuación infinita y una progresiva penetración en los
objetos de referencia.
Si se piensa el proceso del
pensamiento como un proceso de explicación en la palabra, se hace posible un
rendimiento lógico del lenguaje que no podría concebirse por entero desde la
relación con un orden de cosas tal como lo tendría presente un espíritu
infinito. El que el lenguaje someta la conceptuación natural a la estructura
esencial de la lógica, como enseña Aristóteles y también Tomás, sólo posee,
pues, una verdad relativa. En medio de la penetración de la teología cristiana
por la idea griega de la lógica germina de hecho algo nuevo: el medio
del lenguaje, en el que llega a su plena verdad el carácter de mediación inherente al
acontecer de la encamación. La
cristología se convierte en precursora de una nueva antropología, que
mediará de una manera nueva el espíritu humano, en su finitud, con la
infinitud divina. Aquí encontrará su verdadero fundamento lo que antes
hemos llamado «experiencia hermenéutica»
En consecuencia habremos de
volver ahora nuestra atención a la conceptuación natural que tiene lugar en el
lenguaje. Es claro que el lenguaje, aunque contenga un sometimiento de cada
referencia a la generalidad de un significado previo de las palabras, no debe
pensarse como la combinación de estos actos subsumidores en virtud de los cuales
algo particular es integrado en cada caso bajo un concepto general. El que
habla — y esto significa, el que hace uso de significados generales de
palabras— está tan orientado hacia lo particular de una visión objetiva que
todo lo que dice participa de la particularidad de las circunstancias que tiene
ante sí.
A la inversa, esto quiere
decir que el concepto general al que hace referencia el significado de la
palabra se enriquece a su vez con la contemplación de las cosas que tiene lugar
en cada caso, de manera que al final se produce una formación nueva y más
específica de las palabras, más adecuada al carácter particular de la
contemplación de las cosas. Tan cierto como que el hablar presupone el uso de
palabras previas con un significado general, es que hay un proceso continuado de
formación de los conceptos a través del cual se desarrolla la vida misma de los
significados del lenguaje.
En este sentido el esquema
lógico de inducción y abstracción puede ser una fuente de errores, ya que en la
conciencia lingüística no tiene lugar ninguna reflexión expresa sobre lo que es
común a lo diverso, y el uso de las palabras en su significado general no
entiende lo que designa y a lo que se refiere como un caso subsumido bajo la generalidad.
La generalidad de la especie y la conceptuación clasificatoria son muy lejanas
a la conciencia lingüística. Incluso si prescindimos de todas las generalidades
formales que no tienen que ver con el concepto de la especie, sigue siendo
cierto que cuando alguien realiza la trasposición de una expresión de algo a
otra cosa está considerando, sin duda, algo común, pero esto no necesita ser en
ningún caso una generalidad específica. Por el contrario, en tal caso uno se guía
por la propia experiencia en expansión, que le lleva a percibir semejanzas
tanto en la manifestación de las cosas como en el significado que éstas puedan
tener para nosotros. En esto consiste precisamente la genialidad de la
conciencia lingüística, en que está capacitada para dar expresión a estas
semejanzas. Esto puede denominarse su metaforismo fundamental, e importa
reconocer que no es sino el prejuicio de una teoría lógica ajena al lenguaje lo
que ha inducido a considerar el uso traspositivo o figurado de una palabra como
un uso inauténtico.
Es evidente que lo que sé
expresa en estas trasposiciones es la particularidad de una experiencia, y que
no son, por lo tanto, el fruto de una conceptuación abstractiva. Pero es, por
lo menos, igual de evidente que de este modo se incorpora simultáneamente un conocimiento
de lo común. El pensamiento puede así retornar para su propia instrucción a
este acervo que el lenguaje ha depositado en él. Platón
lo hace expresamente con su «fuga a los logoi».
Pero también la lógica clasificatoria toma pie en este rendimiento previo de
carácter lógico que para ella ha puesto a punto el lenguaje.
Una ojeada a su prehistoria,
en particular a la teoría de la formación de los conceptos en la academia
platónica, nos lo podrá confirmar. Ya habíamos visto que la exigencia platónica
de elevarse por encima de los nombres presupone por principio que el cosmos de las
ideas es independiente del lenguaje. Pero en cuanto que esta elevación sobre
los nombres se produce siguiendo a las ideas y se determina como dialéctica,
esto es, como mirar juntos hacia la unidad del aspecto, como un extraer lo
común de los fenómenos cambiantes sigue de hecho la dirección natural en la que
el lenguaje se forma así mismo. Elevarse sobre los nombres quiere decir
meramente que la verdad de la cosa no está puesta en el nombre mismo. No
significa que el pensamiento pueda prescindir de usar nombre y logos. Al
contrario, Platón ha reconocido siempre que el pensamiento necesita estas mediaciones
aunque tenga que considerarlas como siempre superables. La idea, el verdadero
ser de la cosa, no se conoce si no es pasando por estas mediaciones.
Pero ¿existe un conocimiento de la idea misma como determinada e individual?
¿La esencia de las cosas no es un todo de la misma manera que lo es el
lenguaje? Igual que las palabras individuales sólo alcanzan su significado y su
relativa univocidad en la unidad del habla, tampoco el conocimiento verdadero
de la esencia puede alcanzarse más que en el todo de la estructura relacional
de las ideas. Esta es la tesis del Parménides platónico. Pero esto
suscita una nueva pregunta: para definir una única idea, esto es para poder
destacarla, en lo que es respecto a todo cuanto hay fuera de ella, ¿no hace
falta saber ya el todo?
Si se piensa
como Platón que el cosmos de las ideas es la verdadera estructura del ser, será
difícil sustraerse a esta consecuencia. Y efectivamente Speusipo, el sucesor de
Platón en la dirección de la academia, refiere que Platón la extrajo de hecho.
Por él sabemos que éste cultivaba muy particularmente la búsqueda de lo común (hómoia),
y que en esto iba mucho más lejos de lo que se entiende por generalización en
el sentido de la lógica de las especies, pues su método de investigación era la
analogía, esto es, la correspondencia proporcional. La capacidad dialéctica de
descubrir comunidades y de considerar lo mucho por referencia a lo uno es aquí
todavía muy cercana a la libre universalidad del lenguaje y a los principios de
su formación de las palabras. Lo común de la analogía tal como lo buscaba por
todas partes Speusipo —correspondencias del tipo «lo que para el pájaro son las
alas son para el pez las aletas»—, sirve para definir conceptos porque estas
correspondencias representan al mismo tiempo uno de los más importantes
principios formadores en la formación lingüística de las palabras. La
trasposición de un ámbito a otro no sólo posee una función lógica sino que se
corresponde con el metaforismo fundamental del lenguaje mismo. La conocida
figura estilística de la metáfora no es más que la aplicación retórica de este principio general de formación, que es al
mismo tiempo lingüístico y lógico. Así podría decir Aristóteles: «Hacer bien
las metáforas es percibir bien las relaciones de semejanza».
Y en conjunto la Tópica aristotélica muestra una amplia gama de
confirmaciones para el carácter indisoluble del nexo de concepto y lenguaje. La
definición en la que se establece la especie común se deriva aquí expresamente
de la consideración de lo común.
De este modo en el comienzo de la lógica de las especies está el rendimiento
precedente del lenguaje.
Con este dato concuerda
también el que Aristóteles confiera siempre la mayor importancia al modo como
se hace visible en el hablar sobre las cosas el orden de éstas (Las
«categorías» — y no sólo lo que en Aristóteles recibe expresamente este
nombre—, son formas de la enunciación). La conceptuación que realiza el
lenguaje no sólo es empleada por el pensamiento filosófico, sino que éste la
continúa en determinadas direcciones. Ya antes nos hemos remitido al hecho de que
la teoría aristotélica de la formación de los conceptos, la teoría de la epagogé,
podía ilustrarse con el aprendizaje del hablar por los niños. Y de hecho,
aunque también para Aristóteles es fundamental la desmitificación platónica del
habla —motivo decisivo de su propia elaboración de la «lógica»—, y aunque él
mismo tenía el mayor empeño en copiar el orden de la esencia a través de la
apropiación consciente de la lógica de la definición, y en particular en la descripción clasificatoria
de la naturaleza, así como en librarlo de todos los azares lingüísticos, él
mismo queda atado por completo a la unidad de lenguaje y pensamiento.
Los pocos pasajes, en los que
habla del lenguaje como tal, están muy lejos de aislar la esfera de los
significados lingüísticos respecto al mundo de las cosas que son nombradas en
ella. Cuando Aristóteles dice de. los sonidos o de los signos escritos que
«designan» cuando se convierten en symbolon, esto significa desde luego
que no son por naturaleza, sino por convención. Sin embargo, esto no contiene
en modo alguno una teoría instrumental de los signos. La convención por la que
los sonidos del lenguaje o los signos de la escritura llegan a significar algo
no es un acuerdo sobre un medio de entenderse —esto presupondría de todos modos
la existencia del lenguaje—, sino que es el haber llegado a estar de acuerdo en
lo que tiene de fundamento la comunidad entre los hombres y en su consenso sobre
lo que es bueno y correcto.
El haber llegado al acuerdo en el uso lingüístico de sonidos y signos no es más
que expresión de aquella concordancia fundamental sobre lo que es bueno y
correcto. Ahora bien, los griegos se inclinaron a considerar lo que es bueno y
correcto, lo que ellos llamaban nomoi, como imposición y logro de
hombres divinos. Sin embargo, este origen del nomos caracteriza en
opinión de Aristóteles más a su validez que a su verdadera génesis. Esto no
quiere decir que Aristóteles no reconozca ya la tradición religiosa, sino que
para él ésta, igual que cualquier otra pregunta sobre la génesis de algo, es un
camino para el conocimiento del ser y del valer. La convención de la que habla
Aristóteles en relación con el lenguaje caracteriza pues el modo de ser de éste
y no dice nada sobre su génesis.
Esto se atestigua, también, si
se recuerda el análisis de la epagogé.
Ya hemos visto que Aristóteles deja aquí abierto de una manera muy
ingeniosa el problema de cómo se llegan a formar en realidad los conceptos
generales. Ahora estamos en condiciones de reconocer que con ello se hace cargo
del hecho de que la formación natural de los conceptos en el lenguaje está ya
siempre en acción. Por eso la conceptuación lingüística posee también según
Aristóteles una libertad enteramente no dogmática; lo que en la experiencia se
detecta como común entre lo que le sale a uno al encuentro y lo que se erige en
generalidad, tiene el carácter de un mero rendimiento precedente que está desde
luego en el comienzo de la ciencia pero que no es todavía ciencia. Esto es lo
que Aristóteles trae a primer plano. En cuanto que la ciencia preconiza como
ideal el poder coactivo de la demostración, está obligada a ir más allá de
estos procedimientos. Por eso Aristóteles critica desde su ideal de la
demostración tanto la doctrina de lo común de Speusipo como la dialéctica
diairética de Platón.
Sin embargo, la consecuencia
de erigir en baremo el ideal lógico de la demostración es que la crítica
aristotélica arrebata al rendimiento lógico del lenguaje su legitimación
científica. Este ya sólo obtendrá reconocimiento bajo el punto de vista de la
retórica, en la que se entenderá como el medio artístico que es la metáfora. El
ideal lógico de la subordinación y supraordináción de los conceptos intenta
hacerse ahora dueño del metaforismo vivo del lenguaje sobre el que reposa toda
conceptuación natural. Pues sólo una gramática orientada hacia la lógica podrá
distinguir el significado propio de la palabra de su sentido figurado.
Lo que constituye en origen el fundamento de la vida del lenguaje y su
productividad lógica, el hallazgo genial e inventivo de las comunidades por las
que se ordenan las cosas, todo esto se ve relegado ahora al margen como
metáfora e instrumentalizado como figura retórica. La pugna entre filosofía y retórica
por hacerse con la formación de los jóvenes en Grecia, que se decidió con el
triunfo de la filosofía ática, tiene también este otro aspecto de que el
pensamiento sobre el lenguaje se convierte en cosa de la gramática y la retórica,
disciplinas que siempre han reconocido como ideal la formación científica de
los conceptos. Con ello la esfera de los significados lingüísticos empieza a
separarse de las cosas que se nos aparecen bajo la formación lingüística. La
lógica estoica habla por primera vez de esos significados incorpóreos por medio
de los cuales se realiza el hablar sobre las cosas. Y es muy significativo que
estos significados se coloquen en el mismo nivel que el topos, el espacio. Igual
que el espacio vacío se convierte en un dato del pensar sólo ahora, cuando se
retiran del pensamiento las cosas ordenadas en él,
también ahora por primera vez los «significados» se piensan por sí mismos como
tales, y se acuña para ellos un concepto, apartando del pensamiento las cosas
designadas a través del significado de las palabras. Los significados son
también como un espacio en el que las cosas se ordenan unas con otras.
Naturalmente, estas ideas sólo
se hacen posibles cuando se altera de algún modo la relación natural, esto es,
la íntima unidad de hablar y pensar. Podemos en este punto mencionar la
correspondencia entre el pensamiento estoico y la elaboración
gramático-sintáctica de la lengua latina, como ha mostrado Lohmann.
Es indiscutible que el incipiente bilingüismo de la oikumene helenística
desempeñó un papel estimulante para el pensamiento sobre el lenguaje. Pero es
posible que los orígenes de este desarrollo se remonten mucho más atrás, y que
lo que desencadena este proceso sea en realidad la génesis de la ciencia. En
tal caso los comienzos de la misma deben remontarse hasta los tiempos más
tempranos de la ciencia griega. Habla en favor de esta hipótesis la formación
de los conceptos científicos en los ámbitos de la música, de la matemática y de
la física, pues en ellos se mide un campo de objetividades racionales cuya
generación constructiva pone en curso designaciones correspondientes que ya no
cabe llamar palabras en sentido auténtico. Fundamentalmente puede decirse que
cada vez que la palabra asume la mera función de signo, el nexo originario de
lenguaje y pensamiento hacia el que se orienta nuestro interés se trasforma en
una relación instrumentad Esta relación trasformada entre palabra y signo
subyace a la formación de los conceptos de la ciencia en su conjunto, y para
nosotros se ha vuelto tan lógica y natural que tenemos que realizar una intensa
rememoración artificial para hacernos a la idea de que junto al ideal
científico de las designaciones unívocas la vida del lenguaje mismo sigue su
curso sin alterarse.
Por supuesto
que no es precisamente esta rememoración lo que se echa en falta cuando se
observa la historia de la filosofía. Ya hemos visto cómo en el pensamiento
medieval la relevancia teológica del problema lingüístico apunta una y otra vez
a la unidad de pensar y hablar y trae así a primer plano un momento que la
filosofía griega clásica todavía no había pensado así. El que la palabra sea un
proceso en el que llega a su plena expresión la unidad de lo referido —como se piensa
en la especulación sobre el verbo— es frente a la dialéctica platónica de lo
uno y lo mucho algo verdaderamente nuevo. Para Platón el logos se movía él
mismo en el interior de esta dialéctica, y no hacía sino padecer la dialéctica
de las ideas. En esto no hay un verdadero «problema de la interpretación», en
cuanto que los medios de la misma, la palabra y el discurso, están siendo
constantemente superados por el espíritu que piensa. A diferencia de esto hemos
encontrado que en la especulación trinitaria el proceso de las personas divinas
encierra en sí el planteamiento neoplatónico del despliegue, esto es, del
surgir a partir de lo uno, con lo que se hace justicia por primera vez al
carácter procesual de la palabra. Sin embargo el problema del lenguaje sólo
podría irrumpir con toda su fuerza cuando la mediación escolástica de
pensamiento cristiano y filosofía aristotélica se completase con un nuevo
momento que daría un giro positivo a la distinción entre pensamiento divino y
humano, giro que obtendría en la edad moderna la mayor significación. Es lo
común de lo creador. Y en
mi opinión es este concepto el que caracteriza más adecuadamente la posición de
Nicolás de Cusa, que en los últimos tiempos está siendo revisada tan
intensamente.
Por supuesto
que la analogía entre los dos modos de ser creador tiene sus límites, los que
corresponden a las diferencias antes acentuadas entre palabra divina y humana.
La palabra divina crea el mundo, pero no lo hace en una secuencia temporal de
pensamientos creadores y de días de la creación. El espíritu humano por el
contrario sólo posee la totalidad de sus pensamientos en la secuencialidad
temporal. Es verdad que no se trata de una relación puramente temporal, como ya
hemos visto a propósito de Tomás de Aquino. Nicolás de Cusa también hace
hincapié en esto. Es como la serie de los números: su generación no es en
realidad un acaecer temporal sino un movimiento de la razón. El Cusano
considera que es este mismo movimiento de la razón el que opera cuando se extraen
de lo sensorial los géneros y especies tal como caen bajo las palabras i se
despliegan en conceptos y palabras individuales. También ellos son entia rationis.
Aunque esta manera de hablar sobre el «despliegue» suene tan entre
platónico y neoplatónico, Nicolás de Cusa supera en realidad el esquema
emanatista de la doctrina neoplatónica de la explicatio en puntos
decisivos; pues en relación con ella despliega simultáneamente la doctrina
cristiana del verbo.
La palabra no es para él un ser distinto del espíritu, ni una manifestación
aminorada o debilitada del mismo. Para el filósofo cristiano es el conocimiento
de ésto lo que constituye su superioridad sobre los platónicos.
Correspondientemente tampoco la multiplicidad en la que se despliega el
espíritu humano es una mera caída de la verdadera unidad, ni una pérdida de su patria.
Al contrario, por mucho que la finitud del espíritu humano quedase siempre
referida a la unidad infinita del ser absoluto, tenía que hallar sin embargo
una legitimación positiva. Es lo que expresa el concepto de la complicatio, desde
el que también el fenómeno del lenguaje ganará una nueva dimensión. El espíritu
humano es el que al mismo tiempo reúne y despliega. El despliegue en la
multiplicidad discursiva no lo es sólo de los conceptos, sino que se extiende
hasta lo lingüístico. Es la multiplicidad de las designaciones posibles —según la
diversidad de las lenguas— lo que aún potencia la diferenciación conceptual.
De este
modo, con la disolución nominalista de la lógica clásica de la esencia, el
problema del lenguaje entra en un nuevo estadio. De pronto adquiere un significado
positivo el que se puedan articular las cosas en formas distintas (aunque no
arbitrarias) según sus coincidencias o diferencias. Si la relación de género y
especie no se puede legitimar sólo desde la naturaleza de las cosas —según el
modelo de los géneros «auténticas» en la autoconstrucción de la naturaleza
viva—, sino que se legitima también de un modo distinto por relación con el
hombre y su soberanía denominadora, entonces las lenguas que han nacido en la historia,
la historia de sus significados igual que su gramática y sintaxis, pueden
hacerse valer como formas variantes de una lógica de la experiencia, de una
experiencia natural, es decir, histórica (que a su vez encierra también la
experiencia sobrenatural). La cosa misma está, clara desde siempre. La
articulación de palabras y cosas, que emprende cada lengua a su manera,
representa en todas partes una primera conceptuación natural muy lejana al
sistema de la conceptuación científica. Se guía por entero según el aspecto
humano de las cosas, según el sistema de sus necesidades e intereses. Lo que
para una comunidad lingüística es esencial para cierta cosa, puede reunir a
ésta con otras cosas por lo demás completamente distintas bajo la unidad de una
denominación, con sólo que todas ellas posean este mismo aspecto esencial. La
denominación (impositio nominis) no responde en modo alguno a los
conceptos esenciales de la ciencia y a su sistema clasificatorio de géneros y
especies. Al contrario, vistos desde aquí muchas veces son meros accidentes los
que guían la derivación del significado general de una palabra.
Esto no
quita que pueda asumirse sin dificultad una cierta influencia de la ciencia
sobre el lenguaje. Por ejemplo en alemán ya no se habla de Walfische (peces-ballena)
sino simplemente de Wale (ballenas), porque todo el mundo sabe que las
ballenas no son peces sino mamíferos. Por otra parte la extraordinaria riqueza
de designaciones populares para determinados objetos se va nivelando cada vez
más en parte por la influencia del tráfico moderno, en parte por la estandarización
científica y técnica, y en general el vocabulario parece que no tiende a
aumentar sino más bien a disminuir. Existe al parecer una lengua africana que
posee no menos de doscientas expresiones distintas para el camello, según las
diferentes referencias vitales en las que está el camello respecto a los
habitantes del desierto. En virtud del significado dominante que mantiene en
todos ellos, se presenta como un ente distinto.
Podría decirse que en todos estos casos hay una tensión particularmente aguda
entre el concepto de la especie y la designación lingüística. Sin embargo puede
decirse también que en ninguna lengua viva se alcanza nunca un equilibrio definitivo
entre la tendencia a la generalidad conceptual y la tendencia al significado
pragmático. Por eso resulta tan artificioso y tan contrario a la esencia del
lenguaje considerar la contingencia de la conceptuación natural por referencia
al verdadero ordenamiento de la esencia y tenerla por meramente accidental.
Esta contingencia se produce en realidad en virtud del margen de variación
necesario y legítimo dentro del cual puede el espíritu humano articular la
ordenación esencial de las cosas.
En que el
medievo latino no dedique su atención a este aspecto del problema del lenguaje,
a pesar del significado que se da en la Biblia a la confusión de las lenguas
humanas, puede explicarse sobre todo como consecuencia del dominio normalizado
der latín erudito así como de la persistencia de la doctrina griega del logos.
Sólo en el Renacimiento, cuando los laicos ganan importancia y las lenguas
nacionales se abren paso en la formación erudita, llegan a desarrollarse ideas
fecundas sobre la relación entre aquéllas y la palabra interior, o los vocablos
«naturales». De todos modos hay que cuidarse de suponer que con ello se inicia
directamente el planteamiento de la moderna filosofía del lenguaje y su
concepto instrumental de éste. El significado de la primera irrupción del
problema lingüístico en el Renacimiento estriba por el contrario en que en ese
momento sigue siendo válida de manera impensada y normal toda la herencia
greco-cristiana. En Nicolás de Cusa esto es particularmente claro. Los
conceptos que caen bajo las palabras mantienen, como desarrollo de la unidad
del espíritu, una referencia con la palabra natural (vocabulum naturale) cuyo
reflejo aparece en todas ellas (relucet), por mucho que cada
denominación individual sea arbitraria (impositio
nominis fit ad beneplacitum). Puede uno preguntarse qué clase de relación
es ésta y en qué consiste esa palabra natural. Sin embargo la idea de que cada
palabra de una lengua posee en último término una coincidencia con las de otras
lenguas, en cuanto que todas las lenguas son despliegues de la unidad una del
espíritu, tiene un sentido metodológicamente correcto. Tampoco el Cusano se
refiere con su palabra natural a la de un lenguaje originario anterior a
la confusión de las lenguas. Este lenguaje de Adán en el sentido de una
doctrina del estado originario le es completamente ajeno. Al contrario, su
punto de partida es la imprecisión fundamental de todo saber humano. En esto
consiste reconocidamente su teoría del conocimiento, en la que se cruzan
motivos platónicos y nominalistas: todo conocimiento humano es pura conjetura y
opinión (coniectura, opinio).
Y es esta doctrina la que aplica al lenguaje. Ello le permite reconocer la diversidad
de las lenguas nacionales y la aparente arbitrariedad de su vocabulario sin
tener que caer necesariamente en una teoría convencionalista y en un concepto
instrumental del lenguaje. Así como el conocimiento humano es esencialmente
-«impreciso», es decir, admite un más y un menos, lo mismo ocurre con el
lenguaje humano. Lo que en una lengua posee su expresión auténtica (propria
vocabula) puede tener en otra línea expresión más bárbara y lejana (magis
barbara et remotiora vocabula). Existen pues expresiones más o menos
auténticas (propria vocabula). Todas las denominaciones fácticas son en
cierto modo arbitrarias, pero tienen una relación necesaria con la expresión
natural (nomen naturale) que se corresponde con la cosa misma (forma).
Toda expresión es atinada (congruum), pero no todas son precisas (precisum).
Esta teoría
del lenguaje presupone que tampoco las cosas (forma) a las que se
atribuyen los nombres pertenecen a un orden previo de imágenes originarias al
que el conocimiento humano se acercaría más y más, sino que este orden se forma
en realidad a partir de lo que está dado en las cosas y por medio de distinciones
y reuniones. En este sentido se introduce en el pensamiento del Cusano un giro
nominalista. Si los géneros y especies (genera et species) son a su vez
seres inteligibles (entia rationis), entonces puede comprenderse que las
palabras puedan concordar con la contemplación objetiva a la que dan expresión,
aunque en lenguas distintas se empleen palabras distintas. En tal caso no se
trata de variaciones de la expresión, sino de variaciones de la contemplación
objetiva y de la conceptuación subsiguiente, en consecuencia de una imprecisión
esencial que no excluye que en todas ellas aparezca un reflejo de la cosa misma
(de la forma). Esta imprecisión esencial sólo puede superarse evidentemente si
el espíritu se eleva hacia el infinito. En él ya no hay entonces más que una
única cosa (forma) y una única palabra (vocabulum), la palabra indecible de Dios (verbum Dei) que se
refleja en todo (relucet).
Si se piensa
el espíritu humano de esta manera, referido como una copia al modelo divino,
entonces puede admitirse el margen de variación de las lenguas humanas. Igual
que al comienzo, en la discusión sobre la investigación analógica en la
academia platónica, también al final de la discusión medieval sobre los universales
se piensa una verdadera cercanía entre palabra y concepto. Sin embargo las
consecuencias relativistas que traería él pensamiento moderno para las
concepciones del mundo, partiendo de la variación de las lenguas es algo muy
lejano a esta concepción. En medio de la diferencia se conserva la
coincidencia, y es ésta la que interesa al platónico cristiano: lo esencial
para él es la referencia objetiva que mantiene toda lengua humana, no tanto la
vinculación del conocimiento humano de las cosas al lenguaje. Esta representa
sólo una retracción prismática en la que aparece la verdad una.