Semántica
y hermenéutica (1968)
No
me parece un azar que entre las corrientes filosóficas de hoy la semántica y la
hermenéutica hayan alcanzado una actualidad especial. Ambas parten de la
expresión lingüística de nuestro pensamiento. Ya no se saltan la forma
fenoménica primaria de toda experiencia espiritual. Por ocuparse de lo
lingüístico, ambas poseen una perspectiva de verdadera universalidad. Pues ¿qué
hay en el fenómeno lingüístico que no sea signo y que no sea un momento del
proceso de entendimiento?
La semántica parece describir el campo
lingüístico desde fuera, por la observación, y se ha podido desarrollar una
clasificación de los comportamientos en el trato con estos signos. Debemos esa
clasificación al investigador estadounidense Charles Morris. La hermenéutica
por su parte aborda el aspecto interno en el uso de ese mundo semiótico; o, más
exactamente, el hecho interno del habla, que visto desde fuera aparece como la
utilización de un mundo de signos. Ambas estudian con su propio método la totalidad
del acceso al mundo que representa e lenguaje. Y ambas lo hacen investigando
más allá del pluralismo lingüístico existente.
Creo que el mérito del análisis semántico ha
sido el haber descubierto la estructura global del lenguaje y haber relacionado
con ella los falsos ideales de univocidad de los signos o símbolos y de
formalizabilidad lógica de la expresión lingüística. El gran valor del análisis
de la estructura semántica consiste en parte en disolver la apariencia de
singularidad que produce el signo verbal aislado, y lo hace de diferentes
modos: o bien explicitando sus sinónimos o, en forma aún más significativa,
mostrando la expresión verbal individual como algo intransferible y no
intercambiable. Me parece más significativa esta segunda operación porque
apunta hacia algo que está detrás de la sinonimia. La mayoría de las
expresiones de un mismo pensamiento, de las palabras que designan la misma
cosa, admite quizá desde la perspectiva de la mera designación y denominación
de algo, la distinción, articulación y diferenciación; pero cuanto menos se
aísla el signo concreto tanto más se individualiza el significado de la
expresión. El concepto de sinonimia se va diluyendo más y más. Al final queda
patente un ideal semántico que en un determinado contexto sólo reconoce una
expresión y ninguna otra como correcta, como acertada. El lenguaje poético
podría estar aquí en la cima, y dentro de él parece aumentar esa
individualización que lleva desde el lenguaje épico, pasando por el dramático,
al lírico, a la construcción lírica del poema. Esto aparece en el hecho de ser
el poema lírico, en buena medida, intraducible. El ejemplo del poema puede
aclarar lo que aporta el aspecto semántico. Hay un verso de Immermann que dice:
Die Zähre rinnt (la lágrima resbala), y el que oye la palabra Zähre se
sentirá quizá perplejo ante el uso de este vocablo arcaico en lugar de Träne.
Pero tratándose de un poema, como en este caso, el poeta puede haber acertado
en la elección. El vocablo Zähre hace aflorar en el hecho cotidiano del
llanto otro sentido ligeramente distinto. Cabe la duda. ¿Hay realmente una
diferencia de sentido? ¿No se trata de un matiz meramente estético, de una
valoración emocional o eufónica? Es posible que Zähre suene diferente
que Täne; pero ¿no son palabras intercambiables en lo que al sentido se
refiere?
Hay que examinar esta objeción en todo su
rigor. Porque es realmente difícil encontrar una mejor definición de lo que es
el sentido o el significado o the meaning de una expresión que su
sustituibilidad. Cuando entra una expresión en lugar de otra sin que cambie el
sentido de la totalidad, esa expresión posee el mismo sentido que la expresión
sustituida. Pero cabe preguntar hasta qué punto puede valer esa teoría de la
sustitución para el sentido del discurso, de la auténtica unidad del fenómeno
lingüístico. Es indudable que se trata de la unidad del discurso y no de una
expresión sustituible como tal. Precisamente la superación de una teoría del
significado que aísla las palabras reside en las posibilidades del análisis
semántico. En este aspecto más amplio habrá que limitar en su validez la teoría
de la sustitución que haya de definir el significado de las palabras. La
estructura de una trama lingüística no debe describirse partiendo sin más de la
correspondencia y la sustituibilidad de las distintas expresiones. Hay sin duda
giros equivalentes, pero tales relaciones de equivalencia no son coordinaciones
inmutables, sino que aparecen y mueren, igual que el espíritu de una época se
refleja también de un decenio a otro en el cambio semántico. Obsérvese, por
ejemplo, la introducción de expresiones inglesas en la vida social de nuestros
días. De ese modo el análisis semántico puede descubrir hasta cierto punto las
diferencias de los tiempos y el curso de la historia, y puede hacer
perceptible, en especial, la inserción de una totalidad estructural en la nueva
estructura global. Su precisión descriptiva demuestra la incoherencia
resultante de la adopción de un ámbito verbal en nuevos contextos y esa incoherencia
sugiere a menudo que se ha reconocido aquí algo realmente nuevo. Esto es válido
también y sobre todo para la lógica de la metáfora. La metáfora nos parece una
transferencia, es decir, actúa retrotrayéndonos al ámbito originario del que
procede y desde el que fue llevada a un nuevo ámbito de aplicación, mientras
tenemos conciencia de esta relación como tal. Sólo cuando la palabra arraiga en
su uso metafórico y ha perdido el carácter de recepción y de transferencia,
empieza a desarrollar su significado como «propio». Así, es sin duda una mera
convención gramatical el atribuir a la palabra «flor» como significado propio
el que tiene en el mundo vegetal, y el considerar la aplicación de esta palabra
a unidades vitales superiores, como la sociedad o la cultura, un uso impropio y
figurado. El entramado de un vocabulario y de sus reglas de empleo realiza
únicamente el compendio de lo que forma de ese modo la estructura de una lengua
mediante la constante adición de expresiones en nuevos ámbitos de uso.
Esto impone un cierto límite a la
semántica. Cabe considerar sin duda, desde la idea de un análisis total de la
estructura fundamental del lenguaje, todos los idiomas existentes como formas
fenoménicas de lenguaje. Pero la constante tendencia a la individualización
chocará con la tendencia a la convención, que también es inherente al lenguaje.
Pues lo que constituye la vida del lenguaje es que nunca se puede alejar
demasiado de las convenciones lingüísticas. El que habla una lengua que nadie
entiende no habla en realidad. Mas, por otro lado, el que sólo habla una lengua
cuya convencionalidad se ha hecho absoluta en la elección de las palabras, en
la sintaxis o en el estilo, pierde la capacidad de interpelación y evocación,
que sólo es alcanzable por la individualización del vocabulario y de los
recursos lingüísticos.
Un buen ejemplo de este proceso es la
tensión que existe siempre entre terminología y lenguaje vivo. Un fenómeno
familiar no sólo al estudioso, sino sobre todo al profano culto es que las expresiones
técnicas resultan poco manejables. Poseen un perfil especial que rehúsa
integrarse en la verdadera vida del lenguaje. Y sin embargo es esencial para
esas expresiones técnicas de definición unívoca incorporadas en la comunicación
viva a la vida del lenguaje, que enriquezcan su fuerza aclaratoria, reducida
por la univocidad, con la fuerza comunicativa del lenguaje vago e impreciso. La
ciencia puede resistirse a ese oscurecimiento de sus propios conceptos, pero la
«pureza» metodológica sólo es asequible en ámbitos particulares. Presupone el
hecho de la orientación en el mundo, que va implícito en la relación
lingüística con éste. Recordemos, por ejemplo, el concepto de fuerza en física
y los matices semánticos que resuenan en la palabra viva «fuerza» y hacen que
el profano se interese por los conocimientos de la ciencia. Yo he podido
mostrar alguna vez como la obra de Newton quedó integrada de este modo a través
de Oetinger y de Herder en la conciencia pública alemana. El concepto de fuerza
fue interpretado desde la experiencia viva de fuerza. Pero con ello el término
conceptual se inserta en el idioma y queda individualizado hasta ser
intraducible. Porque... a ver quién se atreve a traducir la sentencia de Goethe
Im Anfang war die Kraft (en el principio era la fuerza) a otro idioma
sin titubear con el mismo Goethe: «algo me dice que no puedo asegurarlo».
Si tenemos presente esta tendencia a la
individualización, veremos en el producto poético su culminación. Y si esto es
así, cabe preguntar si la teoría de la sustitución se ajusta realmente al
sentido de la expresión lingüística. La intraducibilidad que caracteriza en el
límite al poema lírico, haciéndolo intransferible de un idioma a otro sin
perder toda su fuerza poética, hace fracasar la idea de sustitución, de
presencia de una expresión por otra. Pero esto parece independiente del
fenómeno especial de un lenguaje poético superindividualizado con significación
general. La sustituibilidad contradice, a mi juicio, al momento
individualizante del acto lingüístico. Incluso cuando sustituimos, al hablar,
una expresión por otra o la yuxtaponemos por facundia retórica o por
autocorrección del orador, que no encontró mejor expresión al principio, el
sentido del discurso se construye en el proceso de las expresiones sucesivas y
sin salirse de esta singularidad fluida. Pero hay una salida cuando se
introduce, en lugar de una palabra, otra de significado idéntico. Llegamos aquí
al punto en el que la semántica desaparece para convertirse en otra cosa.
Semántica es una teoría de la significación, especialmente de los signos
verbales. Pero los signos son medios. Se utilizan y se desechan a discreción
como todos los demás medios de la actividad humana. Cuando se dice de alguien
que «domina sus recursos» se quiere significar que «los emplea correctamente en
orden al fin». Decimos también que es preciso dominar un idioma para poder
comunicarse en él. Pero el verdadero lenguaje es algo más que la elección de
los medios para alcanzar determinados objetivos de comunicación. El idioma que
uno domina es tal que uno vive en él, y esto es: lo que uno desea comunicar, no
lo conoce de ninguna manera que no sea en su forma idiomática. Que uno mismo
«elija» sus palabras, es un gesto o efecto con fines comunicativos en el cual
el habla es inhibida. El habla «libre» fluye, en olvido de sí mismo, en la
entrega a la cosa que es evocada en el médium del lenguaje. Esto es aplicable
también al discurso escrito, a los textos. Porque también los textos, si se
comprenden realmente, se funden de nuevo en el movimiento de sentido del
discurso.
Surge así, detrás del campo de
investigación que analiza la constitución lingüística de un texto como un todo
y destaca su estructura semántica, otro punto cardinal de búsqueda e
indagación: la hermenéutica. Tiene su fundamento en el hecho de que el lenguaje
apunta siempre más allá de sí mismo y de lo que dice explícitamente. No se
resuelve en lo que expresa, en lo que verbaliza. La dimensión hermenéutica que
aquí se abre supone evidentemente una limitación en objetivabilidad de lo que
pensamos y comunicamos. No es que la expresión verbal sea inexacta y esté
necesitada de mejora, sino que justamente cuando es lo que puede ser,
transciende lo que evoca y comunica. Porque el lenguaje lleva siempre implícito
un sentido depositado en él y que sólo ejerce su función como sentido
subyacente y que pierde esa función si se explicita. Para aclararlo voy a distinguir
dos formas de retracción del lenguaje detrás de sí mismo: lo callado en el
lenguaje y, sin embargo, actualizado por éste, y lo encubierto por el lenguaje.
Veamos primero lo dicho pese a ser silenciado. Lo que aparece este caso es el
gran ámbito de la ocasionalidad de todo discurso y que interviene en la constitución
de su sentido. Ocasionalidad significa la dependencia de la ocasión en que se
utiliza un lenguaje. El análisis hermenéutico puede mostrar que esa dependencia
de la ocasión no es a su vez algo ocasional, al modo de las expresiones
denominadas, ocasionales como «aquí» o «esto», que no poseen evidentemente en
su peculiaridad semántica ningún contenido fijo y señalable, sino que son
utilizables en los distintos contenidos como formas vacías. El análisis
hermenéutico puede mostrar que esa ocasionalidad constituye la esencia del
habla. Porque cada enunciado no posee simplemente un sentido unívoco en su
estructura lingüística y lógica, sino que aparece motivado. Sólo una pregunta
subyacente en él confiere su sentido a cada enunciado. La función hermenéutica
de la pregunta hace a su vez que el enunciado sea respuesta. No voy a referirme
aquí a la hermenéutica de la pregunta, que está aún por estudiarse. Hay muchos
géneros de pregunta y todos sabemos que la pregunta no necesita poseer siquiera
una forma sintáctica para irradiar plenamente su sentido interrogativo. Me
refiero al tono interrogativo, que puede conferir el carácter de pregunta a una
frase formada sintácticamente como frase enunciativa. Pero también es un
ejemplo muy bello su inversión, es decir, que algo que posee el carácter de
pregunta adquiera el carácter de enunciado. A eso llamamos pregunta retórica.
La pregunta retórica es pregunta sólo en la forma; en realidad es una
afirmación. Y si analizamos cómo el carácter interrogativo pasa a ser
afirmativo, vemos que la pregunta retórica se vuelve afirmativa al
sobreentender la respuesta. Anticipa en cierto modo con la pregunta la
respuesta común.
La figura más formal en que lo no dicho
aparece en lo dicho es, pues, la referencia a la pregunta. Habrá que indagar si
esta forma de implicación es omnicomprensiva o si coexiste con otras formas.
¿Es aplicable, por ejemplo, a todo el campo de los enunciados que no son ya
enunciados en sentido estricto porque no dan información, comunicación de un
algo concebido como su intención propia y única, sino que poseen más bien un
sentido funcional totalmente heterogéneo? Pienso en ciertos fenómenos del
lenguaje, como la maldición o la bendición, el anuncio de la salvación dentro
de una tradición religiosa, pero también el mandato o el lamento. Son modos de
hablar que revelan su propio sentido porque son irrepetibles, porque su
homologación, su transformación en un enunciado informativo, por ejemplo, del
estilo «afirmo que te maldigo», modifica totalmente o incluso destruye el
sentido del enunciado, el carácter de maldición en este caso. ¿La frase es
también aquí respuesta a una pregunta motivante? ¿Es así, y sólo así,
inteligible? Lo cierto es que el sentido de todas esas formas de enunciado,
desde la maldición a la bendición, es irrealizable si no reciben su determinación
semántica de un contexto de acción. Es innegable que también estas formas de
enunciado poseen el carácter de la ocasionalidad, porque la ocasión de su
contenido se cumple en la comprensión.
El problema adquiere otro nivel cuando
afrontamos un texto «literario» en el sentido fuerte del adjetivo. Porque el
«sentido» de tal texto no está motivado ocasionalmente, sino que pretende por
el contrario ser válido «siempre», es decir, ser «siempre» respuesta, y esto
significa suscitar inevitablemente la pregunta cuya respuesta es el texto.
Precisamente tales textos son los objetos preferidos de la hermenéutica
tradicional, como la crítica teológica, la crítica jurídica y la crítica
literaria, pues en ellos se plantea la tarea de despertar el sentido fosilizado
desde la letra misma.
Pero en las condiciones hermenéuticas de
nuestra conducta lingüística aparece aún, a un nivel más profundo, otra forma
de reflexión hermenéutica que no afecta sólo a lo no dicho, sino a lo
encubierto por el lenguaje. Que el lenguaje puede encubrir con el acto mismo de
su ejecución es obvio en el caso especial de la mentira. El complejo entramado
de las relaciones humanas en el que se produce la mentira, desde las fórmulas
de cortesía oriental hasta la clara ruptura de confianza entre personas, no
posee como tal un carácter primariamente semántico. El que miente bajo presión
lo hace sin titubear y sin dar muestras de azoramiento; es decir, encubre
también el encubrimiento de su lenguaje. Pero este carácter de mentira adquiere
claramente una realidad lingüística especialmente allí donde el objetivo es
evocar la realidad mediante el lenguaje; es decir, en la obra de arte
lingüística. Dentro de la totalidad lingüística de un conjunto literario el
modo de encubrimiento que se llama mentira posee sus propias estructuras
semánticas. El lingüista moderno habla entonces de señales que delatan el
encubrimiento latente en un enunciado. La mentira no es simplemente la
afirmación de algo falso. Se trata de un lenguaje encubridor que sabe lo que
dice. Y por eso la tarea de la exposición lingüística en el contexto literario
es el descubrimiento de la mentira o, más exactamente, la comprensión del
carácter falaz de la mentira en cuanto que ésta responde a la verdadera
intención del hablante.
En cambio, el encubrimiento en tanto que
error es de otra naturaleza. La conducta lingüística en el caso de la
afirmación correcta no difiere en nada de la conducta lingüística en el caso de
la afirmación errónea. El error no es un fenómeno semántico, pero tampoco un
fenómeno hermenéutico, aunque intervienen ambos aspectos. Los enunciados
erróneos son una expresión «correcta» de opiniones erróneas, pero como fenómeno
expresivo y lingüístico no son específicos frente a la expresión de opiniones
correctas. La mentira es un fenómeno lingüística destacado, pero en general un
caso irrelevante de encubrimiento. No sólo porque las mentiras no llegan lejos,
sino porque se insertan en una conducta lingüística que se confirma en ellas en
cuanto que presuponen el valor del lenguaje como comunicación de la verdad y
este valor se restablece en la adivinación o el desenmascaramiento o el
descubrimiento de la mentira. El convicto de mentira reconoce dicho valor. Sólo
cuando la mentira no es consciente de sí misma en tanto que encubrimiento
adquiere un nuevo carácter que determina la relación global con el mundo.
Conocemos este fenómeno como mendacidad, en la que se ha perdido el sentido de
la verdad y la verdad en general. Esa mendacidad no se reconoce a sí misma y se
asegura contra su desenmascaramiento mediante el discurso mismo. Se aferra a sí
misma extendiendo el velo del discurso sobre sí. Aquí aparece el poder del
discurso, aunque siempre en la situación embarazosa de un veredicto social en
su desarrollo completo y global. La mendacidad se convierte así en ejemplo de
la autoalienación que puede sufrir la conciencia lingüística y que reclama una disolución
mediante el esfuerzo de reflexión hermenéutica. Hermenéuticamente, el
conocimiento de la mendacidad significa para el interlocutor que el otro está
excluido de la comunicación porque no es consecuente consigo mismo.
En efecto, la acción de la hermenéutica es
baldía cuando no hay entendimiento con los demás ni consigo mismo. Las dos
formas más importantes de encubrimiento mediante el lenguaje que ha de abordar
sobre todo la reflexión hermenéutica y que voy a analizar a continuación atañen
a este encubrimiento mediante el lenguaje que determina toda la relación con el
mundo. Una es la aceptación sin reparo de los prejuicios. Constituye una
estructura fundamental de nuestro lenguaje el que seamos dirigidos por ciertos
preconceptos y por una precomprensión en nuestro discurso, de suerte que esos
preconceptos y esa precomprensión permanecen siempre encubiertos y se precisa
una ruptura de lo que subyace en la orientación del discurso para hacer
explícitos los prejuicios como tales. Esto suele generar una nueva experiencia.
Esta hace insostenible el prejuicio. Pero los prejuicios profundos son más
fuertes y se aseguran reivindicando el carácter de evidencia o se presentan
incluso como presunta liberación de todo prejuicio y refuerzan así su vigencia.
Conocemos esta figura lingüística de refuerzo de los prejuicios como repetición
obstinada, propia de todo dogmatismo. Pero la conocemos también en la ciencia
cuando, so pretexto de conocimiento sin presupuestos y de objetividad de la
ciencia, se transfiere el método de una ciencia acreditada como la física, sin
modificación metodológica, a otras áreas, como el conocimiento de la sociedad.
Y sobre todo, como ocurre cada vez más en nuestro tiempo, cuando se invoca la
ciencia como instancia suprema de procesos de decisión social. Eso es
desconocer los intereses que se asocian al conocimiento, y esto sólo puede
mostrarlo la hermenéutica. Podemos concebir esta reflexión hermenéutica como
crítica de la ideología que pone a ésta en entredicho, es decir, que explica la
presunta objetividad como expresión de la estabilidad de las relaciones de
poder. La crítica de la ideología intenta explicitar y disolver con ayuda de la
reflexión histórica y sociológica los prejuicios sociales imperantes, esto es,
intenta deshacer el encubrimiento que preside la influencia incontrolada de
tales prejuicios. Es una tarea de extrema dificultad. Porque el poner en duda
lo obvio provoca siempre la resistencia de todas las evidencias prácticas. Pero
aquí reside justamente la función de la teoría hermenéutica: ésta crea una
disposición general capaz de bloquear la disposición especial de unos hábitos y
prejuicios arraigados. La crítica de la ideología constituye una forma concreta
de reflexión hermenéutica que intenta disolver críticamente un determinado
género de prejuicios.
Pero la reflexión hermenéutica es de
alcance universal. A diferencia de la ciencia, tiene que luchar por su
reconocimiento incluso cuando no se trata del problema sociológico de crítica
de la ideología, sino de una autoilustración de la metodología científica. La
ciencia descansa en la particularidad de aquello que ella eleva a objeto con
sus métodos objetivantes. Se define como ciencia metodológica moderna por una
renuncia inicial a todo lo que se sustrae a sus procedimientos. Así produce la
impresión de conocimiento global que oculta en realidad la defensa de ciertos
prejuicios e intereses sociales. Piénsese en el papel del experto en la
sociedad actual, cómo la voz del experto influye en la economía y en la
política, en la guerra y en el derecho más que los estamentos políticos, que
representan la voluntad de la sociedad.
Pero la crítica hermenéutica sólo adquiere
su verdadera eficacia cuando llega a reflexionar sobre su propio esfuerzo
crítico, es decir, sobre el propio condicionamiento y la dependencia en que se
halla. Creo que la reflexión hermenéutica que esto realiza se aproxima más al
ideal cognitivo porque hace tomar conciencia incluso de las ilusiones de la
reflexión. Una conciencia crítica que encuentra en todo prejuicio y
dependencia, pero que se considera ella misma absoluta, es decir, libre de
prejuicios e independiente, incurre necesariamente en ilusiones. Porque sólo es
motivada por aquello cuya crítica ella es. Hay para ella una dependencia
indestructible respecto a aquello que combate. La plena liberación de los
prejuicios es una ingenuidad, ya se presente como delirio de una ilustración
absoluta, como delirio de una experiencia libre de los prejuicios de la
tradición metafísica o como delirio de una superación de la ciencia por la
crítica de la ideología. Creo, en todo caso, que la conciencia
hermenéuticamente ilustrada pone de manifiesto una verdad superior al
involucrarse en la reflexión. Su verdad es la verdad de la traducción. Su
superioridad consiste en convertir lo extraño en propio al no disolverlo
críticamente ni reproducirlo acríticamente, al revalidarlo interpretándolo con
sus propios conceptos en su propio horizonte. La traducción puede hacer
confluir lo ajeno y lo propio en una nueva figura, estableciendo el punto de
verdad del otro frente a uno mismo. En esa forma de reflexión hermenéutica, lo
dado lingüísticamente queda eliminado en cierto modo desde su propia estructura
lingüística mundana. Pero esa misma realidad -y no nuestra opinión sobre ella-
se inserta en una nueva interpretación lingüística del mundo. En este proceso
de constante avance del pensamiento, en la aceptación del otro frente a sí
mismo, se muestra el poder de la razón. Esta sabe que el conocimiento humano es
y será limitado aun cuando sepa de su propio límite. La reflexión hermenéutica
ejerce así una autocrítica de la conciencia pensante que retrotrae todas sus
abstracciones, incluidos los conocimientos de las ciencias, al todo de la
experiencia humana del mundo. La filosofía, que es siempre, expresamente o no,
una crítica del pensamiento tradicional, es ese ejercicio hermenéutico que funde
las totalidades estructurales que elabora el análisis semántico en el continuo
de la traducción y la conceptuación en que existimos y desaparecemos.
Gadamer, H. G. (1998). Verdad y Método I. Traducción
por Manuel Olasagasti sobre el original alemán: Warheit und Methode I). Salamanca, España: Sígueme. Cap. 13, pp. 171- 179.