Hombre y lenguaje (1965)[1]
Hans-Georg Gadamer
Hay una definición
clásica propuesta por Aristóteles según la cual el hombre es un ser vivo dotado de logos. Esta definición se ha
conservado en la tradición occidental bajo esta fórmula: el hombre es el animal rationale, el ser vivo
racional, es decir, que difiere del resto de los animales por su
capacidad de pensar. Se tradujo la palabra griega logos por razón o pensamiento. Pero esa palabra
significa también, y preferentemente, lenguaje. Aristóteles establece,
en un pasaje[2],
la diferencia entre el animal y el hombre: los animales tienen la posibilidad de entenderse entre sí mostrándose recíprocamente lo que les
causa placer, para buscarlo, y lo que les produce dolor, para evitarlo. La naturaleza no les ha dado más. Sólo los
seres humanos poseen, además, el
logos que los capacita para informarse mutuamente sobre lo que es
útil y lo que es dañino, y también lo que es justo y lo que es injusto. Se
trata de un texto de un profundo contenido. El saber lo que es útil o nocivo no es deseable en sí, sino en referencia a otra
cosa .Que aún no existe, pero le sirve
a uno para ejercer su actividad. Se
establece, pues, aquí como nota característica del hombre una superioridad
sobre lo actual, un sentido de futuro. Y Aristóteles añade inmediatamente que
así le es dado también al hombre el sentido de lo justo y lo injusto... y todo
ello, porque el hombre es el único poseedor del logos. Puede pensar y
puede hablar. Puede hablar, es decir, hacer patente lo no actual mediante su
lenguaje, de forma que también otro lo pueda ver. Puede comunicar todo lo que
piensa; y lo que es más, gracias a esa
capacidad de comunicarse las personas pueden pensar lo común, tener conceptos comunes, sobre todo
aquellos conceptos que posibilitan
la convivencia de los hombres sin asesinatos ni homicidios, en forma de vida social, de una constitución
política, de una vida económica articulada en la división del trabajo.
Todo esto va implícito en el simple enunciado de que el hombre es el ser vivo
dotado de lenguaje.
Cabe suponer que esta tesis
tan razonada y convincente hubiera garantizado al fenómeno del lenguaje un
lugar prioritario en la reflexión sobre la esencia del
hombre. ¿Qué puede haber más convincente que la tesis de que el lenguaje de los animales, si se quiere llamar así a su modo de
entenderse, difiere totalmente del lenguaje humano, capaz de representar y comunicar un mundo objetivo? Yeso,
mediante unos signos que no son fijos como los signos expresivos de los
animales, sino variables; variables no sólo en el sentido de haber diversos
idiomas, sino de que en una misma lengua las mismas expresiones pueden
significar cosas diversas y diversas expresiones pueden significar lo mismo.
Lo cierto es que la esencia del
lenguaje no ha ocupado, ni mucho menos, el punto central en el pensamiento
filosófico de occidente. Siempre llamó la atención que en el
relato veterotestamentario de la creación Dios otorgara al primer hombre el
dominio del mundo ordenándole que impusiera el nombre a cada ser, También el
relato de la torre de Babel deja traslucir la
importancia fundamental del lenguaje para la vida del hombre. Sin
embargo, justamente la tradición religiosa del occidente cristiano llegó a paralizar en cierto modo el pensamiento
sobre el lenguaje, hasta tal punto que sólo en la época de la
Ilustración se planteó de nuevo la cuestión del origen del lenguaje.
Supuso un gran avance el buscar
el origen del lenguaje no ya a través del relato de la creación, sino en la
naturaleza del hombre. Porque ello hizo inevitable dar otro paso: el carácter
natural del lenguaje no permite plantear la cuestión de un estado previo del
hombre a-lingüístico ni, por tanto, la cuestión del origen del
lenguaje. Herder y Wilhelm Humboldt pusieron en claro la lingüisticidad
originaria del hombre y analizaron la relevancia fundamental de este
fenómeno para la visión humana del mundo. La heterogeneidad de la
estructura del lenguaje humano
fue el campo de investigación del antiguo ministro de educación, retirado
de la vida pública, Wilhelm von Humboldt, el sabio de Tegel, que con su
obra de vejez llegó a ser el fundador de la lingüística moderna.
Pero la fundación de la filosofía del
lenguaje y de la lingüística por Wilhelm von Humboldt no significó en modo
alguno una restauración de la concepción aristotélica. Al convertirse
las lenguas de los pueblos en
objeto de investigación, se avanzó sin duda en una vía de conocimiento que pudo clarificar de un modo
fecundo la diversidad de los pueblos y de las épocas y la esencia común
del hombre subyacente en ellas. Pero la mera dotación del hombre
con una facultad y el
conocimiento de las leyes estructurales de esta facultad –llámese gramática, sintaxis o vocabulario- limitó el
horizonte de la pregunta por el hombre y por el lenguaje. Es verdad que
podemos conocer en el espejo del lenguaje las cosmovisiones de los pueblos e
incluso la estructura concreta de su
cultura - recordemos el conocimiento del estado cultural de la familia indogermana
que poseemos gracias a las valiosas investigaciones de Viktor
Hehn sobre plantas de cultivo y animales domésticos. La ciencia del
lenguaje, como cualquier otra prehistoria,
es la prehistoria del espíritu humano. Sin embargo, el fenómeno del lenguaje sólo
adquiere por esta vía el significado de un campo expresivo eminente en
el que se puede estudiar la esencia del hombre y su despliegue en la
historia. No se pudo entrar a través de ella en las posiciones centrales
del pensamiento filosófico. Porque siempre quedaba en el trasfondo de
todo el pensamiento moderno la definición cartesiana de la conciencia
como autoconciencia. Este fundamento inconmovible de toda certeza, el
hecho más cierto de todos que me permite conocerme a mí mismo, pasó a
ser en el pensamiento de la época moderna el criterio de todo lo que
podía satisfacer la pretensión del conocimiento científico. La
investigación científica del lenguaje descansaba finalmente en el mismo
fundamento. La capacidad lingüística era uno de los fenómenos que
acreditaban la espontaneidad del sujeto. Por útil que pueda ser la
interpretación de la cosmovisión subyacente en los idiomas partiendo de
este principio, no aparece así el enigma que el lenguaje ofrece al
pensamiento humano. Porque la esencia del lenguaje implica una
inconsciencia realmente abismal del mismo. En este sentido no es casual
que la acuñación del término alemán die Sprache (el lenguaje) sea
un resultado tardío. La palabra logos no significa sólo
pensamiento y lenguaje, sino también concepto y ley. La acuñación del
concepto, die Sprache, presupone una conciencia lingüística. Pero
eso es mero resultado de un movimiento reflexivo en el que el sujeto
pensante medita partiendo de la realización inconsciente del lenguaje y
se distancia de s1 mismo. El verdadero enigma del lenguaje consiste en
que nunca podemos lograr esto plenamente. El pensamiento sobre el
lenguaje queda siempre involucrado en el lenguaje mismo. Sólo podemos
pensar dentro del lenguaje, y esta inserción de nuestro pensamiento en
el lenguaje es el enigma más profundo que el lenguaje propone al
pensamiento.
El lenguaje no es un medio más
que la conciencia utiliza para comunicarse con el mundo. No es un tercer
instrumento al lado del signo y la herramienta que pertenecen también a la
definición esencial del hombre. El lenguaje no es un medio ni una herramienta.
Porque la herramienta implica esencialmente que dominamos su uso, es decir, la
tomamos en la mano y la dejamos una vez que ha ejecutado su servicio. No ocurre
lo mismo cuando tomamos en la boca las palabras de un idioma y las dejamos
después de su uso en el vocabulario general que tenemos a nuestra disposición.
Esa analogía es errónea porque nunca nos encontramos ante el mundo como una
conciencia que, en un estado a-lingüístico, utiliza la herramienta del
consenso. El conocimiento de nosotros mismos y del mundo implica siempre el
lenguaje, el nuestro propio. Crecemos, vamos conociendo el mundo, vamos
conociendo a las personas y en definitiva a nosotros mismos a medida que aprendemos
a hablar. Aprender a hablar no significa utilizar un instrumento ya existente
para clasificar ese mundo familiar y conocido, sino que significa la
adquisición de la familiaridad y conocimiento del mundo mismo tal como nos sale
al encuentro.
Es un proceso enigmático y
profundamente oculto. Es un verdadero prodigio que un niño pronuncie una
palabra, una primera palabra. Fue una insensatez el intento de descubrir el
lenguaje primigenio de la humanidad haciendo crecer a los niños totalmente
incomunicados de cualquier sonido humano y después, partiendo del primer
balbuceo de tipo articulado, atribuir a un lenguaje humano concreto el
privilegio de ser la lengua primigenia de la creación. Lo absurdo de tales
ideas consiste en el intento de suspender de modo artificial nuestra
implicación en el mundo lingüístico en el que vivimos. La verdad es que estamos
tan íntimamente insertos en el lenguaje como en el mundo. Yo encuentro, una vez
más, en Aristóteles la descripción más sabia de cómo aprendemos a hablar. En
cualquier caso, la descripción aristotélica no se refiere al aprendizaje del
habla, sino al pensamiento, a la adquisición de los conceptos generales. ¿Cómo
se produce un alto en la fuga de los fenómenos, en la constante sucesión de
impresiones cambiantes? Lo que nos permite reconocer algo como idéntico es, sin
duda, la capacidad de retención, la memoria, y esto supone una gran labor de
abstracción. En la fuga de unos fenómenos cambiantes vemos de vez en cuando un
elemento común, y con los reconocimientos que se acumulan lentamente y que
llamamos experiencias se realiza la unidad de la experiencia. Pero ésta permite
utilizar así conocido como un saber general. Ahora bien, Aristóteles pregunta
cómo se puede producir realmente este conocimiento de lo general. N o desde luego
de forma que transcurra un fenómeno tras otro y de pronto, en un punto concreto
que reaparece y reconocemos como idéntico, alcancemos el conocimiento de lo
general. No es este punto concreto como tal el que se distingue de todos los
otros por su misteriosa capacidad de expresar lo general. Ese punto es como
todos los otros. Es cierto sin embargo que alguna vez se produce el
conocimiento de lo general. ¿Dónde empezó? Aristóteles presenta una imagen
ideal: ¿cómo llega a detenerse un ejército que está en fuga? ¿Dónde ocurre que
empiece a detenerse? Desde luego, no por detenerse el primer soldado, o el
segundo, o el tercero. No se puede afirmar que el ejército se haya detenido por
haber dejado de huir un determinado número de soldados en fuga. Porque con él
no empieza el ejército a detenerse, sino que empezó a hacerlo desde mucho
antes. Cómo se inicia el proceso, cómo se propaga, cómo finalmente, en algún
momento, el ejército se detiene, es decir: obedece de nuevo a la unidad de
mando, todo ello nadie lo dispone a conciencia, nadie lo controla según plan, nadie
10 certifica cognoscitivamente. Y, sin embargo, indudablemente ha ocurrido.
Algo análogo ocurre con el conocimiento de lo general, y es así porque el
fenómeno es idéntico al que se produce en la aparición del lenguaje.
En todo nuestro pensar y
conocer, estamos ya desde siempre sostenidos por la interpretación lingüística
del mundo, cuya asimilación se llama crecimiento, crianza. En este sentido el
lenguaje es la verdadera huella de nuestra finitud. Siempre nos sobrepasa. La
conciencia del individuo no es el criterio para calibrar su ser. No hay,
indudablemente, ninguna conciencia individual en la que exista el lenguaje que
ella habla. ¿Cómo existe entonces el lenguaje? Es cierto que no existe sin la
conciencia individual; pero tampoco existe en una mera síntesis de muchas
conciencias individuales.
Ningún individuo, cuando
habla, posee una verdadera conciencia de su lenguaje. Hay situaciones
excepcionales en las que se hace consciente el lenguaje en que se habla. Por
ejemplo, cuando nos viene a la memoria una palabra en la que nos apoyamos, que
suena extraña o ridícula y que hace preguntar: « ¿se puede decir así?». Ahí
aflora por un momento el lenguaje que hablamos, porque no hace lo suyo. ¿Qué
es, pues, lo suyo? Creo que cabe distinguir aquí tres elementos.
El primero es el auto-olvido
esencial que corresponde al lenguaje. Su propia estructura, gramática,
sintaxis, etc., todo que tematiza la ciencia, queda inconsciente para el
lenguaje vivo. Por eso constituye una de las perversiones típicas de lo natural
el que la escuela moderna se vea obligada a apoyar la gramática y la sintaxis
no ya en una lengua muerta, como el latín, sino en la propia lengua materna.
Una enorme labor abstractiva que se exige al que ha de hacer explícitamente
consciente la gramática del idioma que domina como lengua materna. El lenguaje
real y efectivo desaparece detrás de lo que se dice en él. Hay una experiencia
muy curiosa que todos hemos vivido en el aprendizaje de lenguas extranjeras. En
los libros de texto o en los cursos de idiomas suele haber unas frases de uso
corriente. Su finalidad es hacer consciente al alumno, en un plano abstracto,
de un determinado fenómeno lingüístico. En otros tiempos, cuando aún se creía
en la tarea de abstracción que representa el aprendizaje de la gramática y la
sintaxis de una lengua, solían figurar unas frases tan sublimes como
extemporáneas que expresaban algo sobre César o sobre el señor X. La tendencia
más reciente de intercalar en tales frases ejemplares noticias interesantes
sobre el extranjero tiene el efecto secundario negativo de oscurecer la función
ejemplar de la frase en la medida en que el contenido atrae toda la atención.
Cuanto más vivo es un acto lingüístico es menos consciente de sí mismo. Así, el
auto olvido del lenguaje tiene como corolario que su verdadero sentido consiste
en algo dicho en él y que constituye el mundo común en el que vivimos y al que
pertenece también toda la gran cadena de la tradición que llega a nosotros
desde la literatura de las lenguas extranjeras muertas o vivas. El verdadero ser
del lenguaje es aquello en que nos sumergimos al oírlo: lo dicho.
Un segundo rasgo esencial del
ser del lenguaje es, a mi juicio, la ausencia del yo. El que habla un idioma
que ningún otro entiende, en realidad no habla. Hablar es hablar a alguien. La
palabra ha de ser palabra pertinente, pero esto no significa sólo que yo me
represente a mí mismo lo dicho, sino que se lo haga ver al interlocutor. En
este sentido el habla no pertenece a la esfera del yo, sino a la esfera del
nosotros. Así, Ferdinand Ebner acertó añadiendo a su importante escrito Das
Wort und die geistigen Realitäten (La palabra y las realidades
espirituales) el subtítulo de Pneumatologische Fragmente (Fragmentos
pneumatológicos). Porque la realidad espiritual del lenguaje es la del pneuma,
la del espíritu que unifica el yo y el tú. La realidad del habla, como se
ha observado desde hace tiempo, consiste en el diálogo. Pero en el diálogo
impera siempre un espíritu, malo o bueno, un espíritu de endurecimiento y
paralización o un espíritu de comunicación y de intercambio fluido entre el yo
y el tú.
Como he mostrado en otro
lugar', la forma efectiva del diálogo se puede describir partiendo del juego.
Para ello es preciso liberarse de un hábito mental que ve la esencia del juego
desde la conciencia del sujeto ludente. Esta definición del hombre que juega,
popularizada sobre todo por Schiller, sólo capta la verdadera estructura del
juego en su apariencia subjetiva. Pero el juego es en realidad un proceso dinámico
que engloba al sujeto o sujetos que juegan. Así, no es pura metáfora hablar del
juego de las olas, del juego de los mosquitos o del libre juego de
las articulaciones. La fascinación del juego para la conciencia ludente
reside justamente en ese salir fuera de sí para entrar en un contexto de
movimiento que desarrolla su propia dinámica. Hay juego cuando el jugador toma
el juego en serio, es decir, no se reserva como quien se limita a jugar. De las
personas que son incapaces de hacer esto solemos decir que no saben jugar. Mi
idea es que la naturaleza del juego, consistente en estar impregnado de su
espíritu -espíritu de ligereza, de libertad, de la felicidad del logro- y en impregnar
al jugador, es estructuralmente afín a la naturaleza del diálogo, que es el
lenguaje realizado. El modo de entrar en conversación y de dejarse llevar por
ella no depende sustancialmente de la voluntad reservada o abierta del
individuo, sino de la ley de la cosa misma que rige esa conversación, provoca
el habla y la réplica y en el fondo conjuga ambas. Por eso, cuando ha habido
diálogo, nos sentimos «llenos». El juego de habla y réplica prosigue en el
diálogo interior del alma consigo misma, como definió Platón bellamente al pensamiento.
En relación con esto aparece
el tercer elemento que yo llamaría la universalidad del lenguaje. Este no es
ningún ámbito cerrado de lo decible al que se yuxtaponen otros ámbitos de lo
indecible, sino que lo envuelve todo. Nada puede sustraerse radicalmente al
acto de «decir», porque ya la simple alusión alude a algo. La capacidad de dicción
avanza incansablemente con la universalidad de la razón. Por eso el diálogo
posee siempre una infinitud interna y no acaba nunca. El diálogo se interrumpe,
bien sea porque los interlocutores han dicho bastante o porque no hay nada más
que decir. Pero esa interrupción guarda una referencia interna a la reanudación
del diálogo.
Hacemos esta experiencia, a
veces en forma dolorosa, cuando nos exigen decir algo. La pregunta que debemos
contestar -pensemos en el ejemplo extremo del interrogatorio o de la
declaración ante tribunal- es como una barrera que se establece contra el
espíritu del lenguaje que quiere expresarse y quiere diálogo (“aquí hablo yo”),
o “responda a mi pregunta”). Lo dicho nunca posee su verdad en sí mismo, sino
que remite, hacia atrás y hacia adelante, a lo no dicho. Toda declaración está
motivada; es decir, cuando se dice algo, es razonable preguntar «¿por qué lo
dices?» y sólo si se entiende eso no dicho juntamente con lo dicho es inteligible
un enunciado. Esto lo sabemos sobre todo por el fenómeno de la pregunta. Una
pregunta cuyo motivo ignoremos no puede encontrar respuesta. Porque sólo la historia
de la motivación abre el ámbito desde el cual se puede obtener y dar una
respuesta. De ese modo el preguntar y el responder implican en realidad un
diálogo interminable en cuyo espacio están la palabra y la respuesta. Lo dicho
se encuentra siempre en ese espacio.
Podemos aclararlo con una experiencia común a todos. Me refiero a la
traducción y lectura de textos traducidos de lenguas extranjeras. Lo que el
traductor tiene ante sí es un texto lingüístico, esto es, algo dicho oralmente
o por escrito que ha de verter a su propia lengua. Está atado al texto, pero no
puede trasvasar simplemente lo dicho desde el idioma extranjero al propio
material lingüístico sin convertirse él mismo en sujeto dicente. Y esto
significa que debe ganar para sí el espacio infinito del decir que corresponde
a lo dicho en la lengua extranjera. Todos sabemos lo difícil que es eso. Todos
sabemos cómo la traducción lamina en cierto modo lo dicho en el idioma
extranjero. Se copia superficialmente de suerte que el sentido verbal y la
fraseología de la traducción imitan el original, pero la traducción carece en cierto
modo de espacio. Le falta esa tercera dimensión que hace crecer en su ámbito de
sentido lo dicho originariamente, esto es, en el original. Se trata de una
limitación inevitable de todas las traducciones. Ninguna traducción
puede sustituir al original. Y se engaña el que piensa que proyectando a
la superficie en la traducción, la idea del original facilita la
comprensión, dada la imposibilidad de incluir todo lo que dice el original
como trasfondo y entre líneas; si alguien piensa que esta reducción a un
sentido simple facilitará la comprensión, está equivocado. Ninguna
traducción es tan comprensible como el original. Precisamente el sentido
polifacético de lo dicho - y el sentido es siempre sentido direccional-
sólo aparece en la originariedad del decir y se esfuma en la repetición e
imitación. Por eso la misión del traductor debe ser siempre, no precisamente
reproducir lo dicho, sino orientarse en dirección a lo dicho, hacia su
sentido, para transferir lo que ha de decir a la dirección de su propio
decir. Esto aparece claro sobre todo en aquellas traducciones destinadas a
permitir un diálogo oral mediante la interconexión de los intérpretes. Un
intérprete que se limita a reproducir las palabras y frases pronunciadas
por uno en la otra lengua hace incomprensible el diálogo. Lo que debe
reproducir no es lo dicho en su literalidad, sino aquello que el otro
quiso decir y dijo callando muchas cosas. Lo limitado de su
versión debe también ganar el espacio que hace posible el diálogo: la
infinitud interna que corresponde siempre al consenso.
El lenguaje es así el
verdadero centro del ser humano si se contempla en el ámbito que sólo él llena:
el ámbito de la convivencia humana, el ámbito del entendimiento, del consenso
siempre mayor, que es tan imprescindible para la vida humana como el aire que
respiramos. El hombre es realmente, como dijo Aristóteles, el ser dotado de
lenguaje. Todo lo humano debemos hacerlo pasar por el lenguaje.
Les dejo el texto "hombre y lenguaje" de Hans-Georg Gadamer. Quisiera saber su opinión sobre la relación hombre-lenguaje.
ResponderEliminarLes señalo que es una introducción, más adelante iré anexando material diverso que complemente lo revisado en la experiencia educativa: Fundamentos de Lingüística General.
Saludos cordiales :)
me parece muy interesante el texto, me ha aclarado algunas dudas con respecto a una pregunta que me hacia respecto a la capacidad de los animales para poder comunicarse o expresarse en diversas situaciones.
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